Regina Angelorum


Foto en el colegio el día de la Primera Comunión de Cecilia Lamoliatte (de blanco a la izquierda) y de mi hermana Estela (de blanco a la derecha). Yo soy el de la fila de atrás a la izquierda.

Buenos Aires, década del 70

Si mal no recuerdo, mi pasaje por el Colegio Labarden en San Isidro no duró más de un año. Una vez que terminé el Primer Grado, surgió un “colegio” para hijos de miembros de la TFP Argentina. Los estudiantes de esta institución nunca fuimos más de 15 o 20 varones a la mañana y unas 10 chicas a la tarde. La idea era cursar las materias normales exigidas por el Ministerio de Educación, pero como el colegio no estaba reconocido por el mismo, teníamos que dar exámenes “libres” a fin de año en un colegio público para que nos den los grados correspondientes.

El predio utilizado era un departamento en la planta baja de un edificio ubicado en la calle Juncal, entre Montevideo y Rodríguez Peña. La flamante Directora era Maria Ester (Teté) Amadeo de Ibarguren, tía y madrina mía. La ayudaban la Srta. Isabel Calafell y más tarde se incorporó Delia Gondra. Los profesores – además de las arriba mencionadas que también enseñaban de todo un poco – eran un grupo de voluntarios muy “part-time”, miembros de la TFP que daban una que otra clase. Uno de los más fieles era Néstor Borracine, en Matemáticas. Ernesto Burini dio algunas clases de Geografía, y nunca me voy a olvidar de las demostraciones prácticas de Juan Carlos Voiseau, que hizo un buche de alcohol y lo prendió fuego al escupirlo. No me acuerdo que estaba enseñando, ¡pero la demostración estuvo bárbara!

El nombre del colegio, el Regina Angelorum, surgió como parte de mi primer ejercicio en democracia participativa. Me acuerdo que nosotros, los alumnos, habíamos hecho una lista (¡no “sábana”, precisamente!) con posibles nombres, y a la salida de la misa en San Marón, juntamos votos de los miembros de la TFP y familiares presentes. El nombre ganador fue la advocación Reina de los Ángeles de las letanías lauretanas, y así quedó.

Me acuerdo que cuando todavía vivíamos en La Lucila, salíamos papá, Carlos y yo, en medio de la noche, y caminábamos de casa a la estación de tren. Nos bajábamos no me acuerdo donde, y no sé en que colectivo llegábamos a clase. Por increíble que parezca, no me acuerdo como volvíamos a casa. Supongo que mamá nos vendría a buscar. Pero al poco tiempo nos mudamos a un departamento en Aráoz y French, y pronto empezamos a ir al colegio solos, en el colectivo de la línea “10”. Los tres hermanos varones, Carlos, Luis y yo, luciendo nuestro uniforme que consistía en un saco azul con escudo en el bolsillo de arriba, pantalones cortos grises, camisa celeste, medias y corbata bordeaux. También teníamos unos portafolios de cuero para llevar papeles o libros.

No voy a decir como en todo colegio porque no fui a otros, pero obviamente algunos ex-alumnos la pasaron mejor que otros. A Cosme, Mario y yo nos fue relativamente bien. Habrá sido porque éramos los mayores, o porque Cosme y yo éramos ahijados de la Directora. Sea por lo que fuere, no tengo malos recuerdos del colegio. Claro que estudiar era un opio, pero también nos divertíamos, al menos en los recreos. En un pedacito mínimo del jardín teníamos una “cancha” para jugar a las bolitas, y me acuerdo que cada uno tenía una bolsa de bolitas de distintos colores y tamaños. Las más grandes se llamaban “bolones”. Cada bolita tenía nombre propio, y me acuerdo de “Mayonesa”, una bolita azul marino con una mancha amarillenta en el medio. Esta bolita traía suerte a su dueño, ya que parecía pegarle más a las bolitas enemigas que lo normal...

Una vez también instalaron un “sapo” en el patiecito, ese juego donde se tiran fichas de plomo a un pueblecito que incluye un sapo con la boca abierta. Y durante un tiempo tuvimos grandes campeonatos de “sapo”.

Nuestras inquietudes artísticas (nos guste o no nos guste) fueron atendidas también con obras de teatro, y actos que incluían recitales de versos. Es al día de hoy que no entiendo el verso de San Juan de la Cruz que lee:

“Entréme donde no supe
y quedéme no sabiendo
toda ciencia trascendiendo...

Yo no supe dónde entraba
pero cuando allí me ví
sin saber donde me estaba
grandes cosas entendí...”

La verdad que yo no tampoco entendía nada. Obviamente demasiado místico para mí, pero al día de hoy me lo acuerdo de memoria...

La vida de piedad era también parte del currículum, y todos los días, cerca del mediodía, rezábamos un tercio del rosario y las letanías en lo que hubiera sido el living del departamento, que era usado como salita de actos y capilla a la vez. Ahí había una imagen de la Virgen Dolorosa, y con las cortinas cerradas, a la luz de un par de velas, rezábamos de rodillas por un tiempo que a mí me parecía interminable.

En esa misma sala se premiaba (creo que mensualmente) a los dos estudiantes más sobresalientes. El primer premio era el “Príncipe”, que era condecorado con un medallón con una cruz o algo así, y el segundo premio era el “Escudero” que tenía una medallita más chica. La verdad que no me acuerdo de las medallas porque nunca fui Príncipe y creo que una vez me tocó Escudero. Y no porque me portase particularmente mal, pero bueno... como siempre había algunos preferidos.

Hubo dos oportunidades en la que realmente me acuerdo de haberme “portado mal”. La primera, después de habernos peleado en el recreo dos bandos de chicos, desafiamos al bando contrario, del que Marcelo Brocca (sobrino de José Antonio Tost) era representante, a encontrarnos “a la salida”, en la Plaza Vicente López, para arreglar nuestra pelea definitivamente. Durante una de las clases antes de la salida, me llega una notita escrita por Marcelo que decía “nos encontramos a la salida”. Yo la hice un bollito, y ni bien pude la tiré en el jardín atrás de unos arbustos. Dicho y hecho, a la salida tuvimos una espectacular guerra de valijas en una de las esquinas de la Plaza. No hubo víctimas, y creo que victoriosos, nos retiramos del campo de batalla con el tema resuelto.

Lo que no me imaginaba era que Marcelo, siempre un chico muy correcto, me denunció a la “Maestra General” (como le decíamos a María Ester) de agredirlo sin fundamento en la vía pública. Y ahí estábamos todos, formaditos en la salita de actos del colegio (siempre tan oscura y perfumada por uno de esos palitos de incienso...) y yo ligando el reto del siglo... Claro que en mi defensa alegué que esta había sido una pelea mutuamente aceptada, y que al menos Marcelo era tan culpable como yo, ya que no era ese el cariz que estaban tomando las cosas. En eso, con gran alivio, me acuerdé que podía presentar evidencia irrefutable de mis palabras, y pedí permiso para salir un minuto a buscar una nota que iba a probar lo que estaba diciendo.

Teté me dio permiso, y rápidamente me dirigí al arbusto, donde encontré el bollito de papel... pero mientras volvía caminando a la salita, lo abrí y leí para mi pánico que la nota decía ¡“NO nos encontramos a la salida”! Habrá sido que en mis ganas de pelearme, mi cerebro ignoró la primera palabra la primera vez que la vi... De más está decir que mi caso se desmoronó en pocos instantes, ya que no era creíble mi nueva versión tratando de explicar que yo había mal interpretado la nota... Ni me acuerdo que penitencia ligué por esta aventura, pero seguro que algo malo me pasó.

Otra vez que me agarraron con “las manos en la masa” fue en una clase de Geografía dictada por Burini. El día anterior yo no había hecho mis deberes, y cuando me llamaron al medio de la clase a leer mi “composición” sobre no se que tema, me levanté del banco y mesa que compartía con mis compañeros, me paré en medio de la clase, y abriendo mi cuaderno totalmente en blanco, me puse a “leer” mi composición. Habla volúmenes de las habilidades pedagógicas de Burini que ni se dio cuenta que no estaba leyendo nada, y al final, no demasiado convencido de la calidad de mi “composición”, me preguntó que nota yo creía merecer por tan pobre esfuerzo. Sabiendo que cualquier nota debajo de 4 se escribía en colorado, sugerí un 4. Pero a Burini no le pareció tan mala mi obra, por lo que me dio un 6. Todo hubiera terminado ahí, pero lamentablemente María Ester había estado oyendo mi “lectura”, y como me conocía mucho mejor que Burini se dio cuenta que algo raro estaba pasando.

Así que después de la clase me pidió el cuaderno y mi engaño quedó al descubierto. Obviamente tuve que llamarlo a Burini a pedirle perdón, me dieron un 1, y una vez más, no sé que castigo. Pensando años después, el 1 estaba bien merecido por la “composición”, pero me deberían haber dado una buena nota por inventiva y sangre fría...

Mis años en el Regina Angelorum no me traen malos recuerdos. Lamentablemente no pueden decir lo mismo muchos otros. Por lo menos sé que mis hermanos Carlos y Luis, mi primo Isidro, Andrés Lamoliatte y mi hermana Estela tienen muy malos recuerdos, y se sintieron “discriminados” para usar una palabra moderna, mientras que Cosme, Mario y yo la pasábamos relativamente bien.

Y haciendo memoria no puedo más que darles la razón. Me acuerdo de María Ester pegándole con una fusta de caballo a Isidro, de pantalones cortos y piernas flacas que se retorcía de dolor. Me acuerdo que Carlos siempre la “ligaba” por una razón u otra, cuando le “confiscaban” cosas o lo mandaban a casa con penitencias o malas notas que resultaban en castigos en casa también. Estela al día de hoy le molestan sus recuerdos de favoritismos y malos tratos en el “turno tarde”, el de las chicas. Y Luis, mi hermano menor, que en esa época sufría de problemas nerviosos y respiratorios, nunca tuvo la contención y ayuda que necesitaba. Pero bueno... era realmente "pedirle peras al olmo". No se podía pretender que personas sin credenciales pedagógicas armaran un colegio así nomás. Y los resultados iban a ser menos felices aún cuando Colegio, familia y la ideología de la TFP se mezclaban en una gran olla donde el criterio no era la educación en sí sino prepararnos para seguir una causa y un ideal específico.

De mi parte, terminado séptimo grado, yo ya estaba listo para irme, no sólo del Colegio sino también de casa, para entrar al tan anhelado Éremo de Pilar. Y así lo hice. Durante dos años más estudié a desgano, y pese a que di algunas materias de tercer año, nunca lo terminé. Veinticinco años después, me tomó un par de semanas conseguir el título equivalente a Bachiller acá en Estados Unidos, y a los pocos meses me anoté en la Universidad de Phoenix (on-line). Pero esa será una historia para otro día.

Alfonso

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