Abuelo

La Lucila, pricipios de los ´70

Nunca tuve dos abuelos. La pelea que dividió a la familia Ibarguren entre los que estaban en la TFP y los que no estaban, duró 16 años. Por un lado mi madre y tres de sus hermanos varones que militaban en las filas de la TFP y por el otro lado mi abuelo (“tata”) Carlos Ibarguren, su mujer (“abuela”) Estela Schindler, otra hija y tres hermanos mas. Al mejor estilo siciliano (o tal vez vasco, como corresponde), ambas partes dejaron de verse o hablarse, y yo nunca conocí de chico a mis tíos o primos hermanos “del otro lado”.

Eso hizo que, para todos los efectos prácticos, los únicos abuelos que tuve en mi infancia fueron Cosme Becar Varela (“abuelo”) y Julia Helena Sundblad (“máma”). En la foto, abuelo y yo en Detroit.

De chicos, los veíamos casi todos los fines de semana. Vivíamos en ese entonces en una casa en La Lucila, en la calle Sinclair 256, a pocos metros de la Avenida Libertador, y abuelo y máma recibían en su casa en San Isidro a sus hijos y nietos casi todos los domingos. Tenían una casa enorme (al menos para mis parámetros de la época) en la calle España 559, justo arriba de la barranca desde la que se veía “el bajo” y el río ahí nomás. La casa estaba retirada de la calle propiamente dicha, y para llegar a la misma había que pasar por una callecita de acceso semi-privada donde un cartel que decía “!CUIDADO! Chicos jugando” nos protegía de algún vecino apurado. Esa callecita vio a mas de un primo aprender a andar en bicicleta, y era un área ideal para nuestros juegos, ya que el batifondo que inevitablemente se generaba entre los mas chicos no molestaba a los mas grandes, demasiado ocupados en generar propio griterío (la verdad es que pocas excepciones entre las que me incluyo, somos una familia muy gritona).

La parte de atrás de la casa bordeaba una gran barranca. Bajando la barranca había una pileta, y debajo de todo y antes de la calle vivían dos de nuestros tíos Beccar Varela. Pero de chicos no nos metíamos en sus casas, y las actividades se desarrollaban en la barranca, la casa de abuelo o la callecita de atrás. Otra zona de gran interés para nosotros era un cuartito ubicado arriba del garage, que máma usaba como cuarto de costura, donde había una televisión blanco y negro. Como no teníamos tele en casa, el atractivo de este aparato era poderoso. Mirábamos dibujos animados o vistas de cowbows. Al día de hoy me acuerdo el terror que me dio una que vimos donde aparecía un hombre decapitado que encontraba su cabeza usando uno de esos palitos de madera que supuestamente encuentran agua, y se ponía su propia cabeza nuevamente. ¡Esa noche no pude dormir de las pesadillas y el susto que tuve!

(En la foto, la familia reunida en la barranca. Abuelo y Máma sentados en el medio, rodeados de hijos y unos pocos nietos. Yo no estoy. Sentada abajo a la izquierda esta mamá con Estela mi hermana. Papá parado al medio justo entre abuelo y máma. !Que juventud la de todos!)

Esas tardes de domingo eran realmente divertidas. Siempre hubo un perro en la casa, generalmente “perro policía”, algo mas que no teníamos en la propia. Es interesante notar que nunca jugamos en la pileta. Supongo que la principal razón era evitar la indecencia de mujeres en traje de baño. Porque no olvidemos que no estaríamos peleados con el sector no-TFP de la familia Beccar Varela, pero no por eso íbamos a abandonar nuestros principios y convicciones, o nuestra visión del mundo y sus peligros para la salvación eterna. Así que la pileta… no. De hecho, al día de hoy no se nadar.

A medida que la tarde se convertía en noche, crecía la expectativa para el broche de oro del día: la “dominguita”. “Dominguita”, una conjugación de las palabras domingo y “guita” (plata, dinero, en porteño o lunfardo) era un regalo en efectivo que abuelo le hacia todos los domingos a los nietos presentes. Siempre eran billetes nuevitos y en numeración secuencial. Y para nosotros al menos, que no teníamos ninguna otra fuente de efectivo, era un regalo extraordinario. No era el monto en si (tal vez unos dos o tres dólares de hoy), sino el hecho de la plata propia. Todo un momento. Ya un poco mas grande, me acuerdo que un dia abuelo me invito a subir al primer piso (zona prohibida habitualmente para los chicos), y me llevo a la biblioteca. Subiendo una escalera para llegar a unos estantes mas altos, saco de atrás de unos libros una cajita y abriéndola me mostró una pila de billetes nuevitos, en secuencia… Era la fuente de la “dominguita”! Saco suficientes billetes para todos, me dio los míos y bajamos juntos la escalera. Me sentía importantísimo, de ser el único nieto que conocía el escondite secreto de la “dominguita”.

Me acuerdo también que en el hall de entrada de la casa había una cómoda, y en esa cómoda una caja, de vidrio o porcelana, decorada con flores o otros motivos en azul y dorado. Esa caja era fuente, aparentemente inagotable, de golosinas varias. Las mejores de todas eras las “vaquitas” de dulce de leche, de La Martona, en una cajita con una foto de una vaca holando-argentina en blanco y negro (¡naturalmente!).

Fuera de su casa en San Isidro, tenia pocas oportunidades de verlo a abuelo. Muy de vez en cuando papá o mamá nos llevaban al Estudio en la calle Reconquista. Ahí lo veíamos a abuelo elegantísimo, de traje, y cuando salíamos con él a la calle con un sombrerito que siempre me pareció chiquitito. Una vez me llevó a las Galerías Pacifico (en su versión pre-renovación actual, naturalmente), donde había una juguetería y nos compro a mi hermano Carlos y a mi una especie de “escalectrix”, pero en lugar de autitos, la carrera era entre caballos tirando esos carritos tipo “sulqui”. Me acuerdo que me sorprendía como los caballitos de plástico hasta movían las patitas.

Fue también gracias a abuelo que incursione por primera vez en James Smart, cuando todavía tenían su única casa en Florida y Tucumán. Abuelo tenía cuenta en James Smart, y un par de veces fuimos con mamá a hacer compras “a cuenta”, previo paso por el Estudio. James Smart era enorme, muy distinguido, pero lo mas divertido eran esos tubos por donde circulaban frascos con mensajes, propulsados al vacío de una punta a la otra de la enorme planta baja y otros pisos. Uno de mis recuerdos táctiles mas fuertes es lo suave que era el forro interno de un sobretodo azul oscuro que me compro mamá ahí gracias a la generosidad de abuelo.

Pero fueron pasando los años, y ya a los catorce me fui de casa y a abuelo lo empecé a ver menos. No es que estuviéramos peleados, pero mi vida en el Eremo de Pilar no era muy compatible con visitas a San Isidro. Menos que menos una vez que papá y mamá se fueron a Estados Unidos y yo me quede en Buenos Aires. Además, a mi tampoco me interesaba demasiado. Estaba bien metido en algo mucho mas importante que la familia, donde se nos recordaba que nada mas peligroso que una familia decente, porque esas eran las que generaban una mayor tentación a la tibieza, y a cambiar nuestros ideales por un una vida mediocre y sin gloria. Y cuando me fui definitivamente de la Argentina, se que me despedí de abuelo pero mi memoria no se tomo el trabajo de registrar el evento en detalle.

Años después, volví a Buenos Aires en uno de mis viajes y lo fui a visitar a abuelo. Estaba en un cuarto de la Pequeña Compañía (o el Mater Dei, como le dicen hoy), recién operado del cáncer que en unos meses mas lo llevaría a la tumba. Yo estaba sentado en uno de los silloncitos para visitas, conversando con el y contándole como me estaba yendo, cuando empezaron a llegar varios de mis tíos, que estaban terminando sus días y estaban camino a sus casas en San Isidro. Si mal no recuerdo era un Viernes, y al día siguiente lo estaban dando de alta a abuelo para que vuelva a su casa. El cuartito del hospital se hacia cada vez mas chico con cada recién llegado (somos todos altos) y los decibeles iban subiendo a medida que todos discutían a la vez como, cuando y quien se iba a ocupar de llevarlo a abuelo a su casa al día siguiente. Sin mucho que aportar dado mi status de visitante y peatón, yo me limitaba a seguir los vaivenes de la conversación. En eso, tal vez un poco impaciente que sus hijos no lograban llegar a un consenso sobre el transporte para el día siguiente, abuelo levanta el brazo y con una voz cansada y un tanto molesta dice “yo me tomo un taxi!” Esto genero un nuevo round de acaloradas negativas y finalmente se termino imponiendo Santiago que lo pasaría a buscar para llevarlo a su casa.

Desde Sudáfrica me entere que abuelo llegó a celebrar sus 50 años de casado, y yo estaba visitando a mis padres en Tenerife cuando nos llego, por medio de un llamado telefónico de José Antonio Tost, la noticia de su muerte. Me contaron que entre los que se apersonaron en la calle España para el velorio estuvo mi otro abuelo, Carlos Ibarguren y que, pese a la pelea y división que la TFP había creado en su familia, se fundió en un gran abrazo con mi Tío Cosmín. A los pocos meses, lo conocería ya de grade a mi otro abuelo, aprendí a decirle “tata” como el resto de sus nietos, y legué a quererlo mucho. Pero abuelo ya no estaba. Nunca tuve dos abuelos.

Alfonso

Comentarios

Astrid dijo…
MUY LINDO TU RELATO AUNQUE UN POCO TRISTE, NO SABÍA DE LA PELEA ENTRE BECCAR VARELA E IBARGUREN.... EN TODAS PARTES SE CUECEN HABAS POR LO QUE "LEO"
UN BESO, ASTRID
Astrid dijo…
Me encanta este relato, lo siento tan vivo y familiar, nuestras vidas no han sido fáciles pero no las cambiaría por nada en el mundo, un abrazo

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