Don Pelayo... De Sede Social a Conventillo

Durante muchos años, la sede central de la TFP Argentina fue una casa estilo “Tudor” ubicada en la avenida Figueroa Alcorta 3660, en pleno Palermo Chico, barrio de embajadas, plazas y mansiones “como las de antes”. A pocos metros de sus pesadas puertas de madera y herrajes se encontraban (estoy hablando de hace 20 años…) las embajadas de Checoslovaquia (¡cuando todavía existía Checoslovaquia!), Turquía, Uruguay y Corea del Sur. Uno que otro edificio moderno discordaba del estilo francés predominante en el barrio. Desde la torre mas alta de la casa (era efectivamente una torre con almenas y todo) se veía hacia el centro el gran lapacho frente a la estación de servicio Shell (y la embajada de Polonia), del otro lado de la placita que al menos por un tiempo se llamó “Plazoleta Ciro el Grande” ya que, según los cuentos, Lopez Rega mandó poner en un pedestal un papiro del tal Ciro. Vale la pena aclarar que a los pocos días el monumento estaba roto y el papiro desaparecido. Pero volvamos a Don Pelayo…

Era costumbre en la TFP (como le es también en otras instituciones) convertir las casas en “sedes” y bautizarlas con algún nombre inspirante. En San Pablo, Brasil, la sede principal de la TFP en el barrio de Higienopolis (¡qué brasilero que me pareció siempre el nombre de ese barrio!) era conocida como la Sede del Reino de Maria, en honor al triunfo final que vendría sobre la Revolución y sus secuaces. Supongo que esto de nombrar las casas fue una costumbre que maduró con el tiempo, ya que no recuerdo que la sede principal de la TFP Argentina (anterior a Don Pelayo), ubicada en la calle 11 de Septiembre en el barrio de Belgrano, tuviese algún otro nombre que “11 de Septiembre”. Tampoco sé porque o quien eligió la figura de Don Pelayo, héroe de la resistencia española contra los musulmanes en el siglo octavo, para apadrinar la casa. Si sé que otra sede en el barrio de Pacífico se llamaba Covadonga, por lo que es claro que la temática de la reconquista española estaba muy presente en las mentes de los miembros del grupo de aquel entonces, como de hecho siempre lo estuvo.

Tengo vaguísimos recuerdos de la fiesta de inauguración de la casa. Me acuerdo de haber estado potreando con otros chicos, probablemente mis primos, en el minúsculo jardín al frente de la casa, y de haber generado tanto batifondo que John Spann, salió afuera a poner orden. También me acuerdo que de chico quedaba a veces bajo la guardia de un tal Ramírez, que me llevaba a mi y otras mentes impresionables a una de las salas de la torre y nos contaba unos cuentos divertidísimos, llenos de caballeros andantes, demonios, castillos y chorros de agua bendita. De hecho, los cuentos de Ramírez fueron durante años el padrón con el que se median los otros cuentos… y había pocos que contasen cuentos como él. Me pregunto que habrá sido de su vida…

La casa original contaba con una amplia planta baja, donde un salón con piso de mármol y granito negro, iluminado por una enorme araña de bronce, creaba un gran ambiente apto para grandes reuniones o fiestas. De hecho, ahí tenia lugar todos los sábados un cocktail donde gran parte de los miembros del grupo ser reunían a conversar. Al lado de este salón, y separado de mismo por una pesada cortina, se había armado un auditorio con estrado y butacas para los oyentes. Este auditorio también se usaba para reuniones o para ver películas en un proyector de 16mm que había sido de abuelo. Quiero suponer que ningún lector habitual de estos recuerdos supondrá que lo que veíamos eran producciones de Hollywood. De hecho eran en su gran mayoría documentales distribuidas por varias embajadas europeas. Pero para mí, sin televisión en casa, y prohibido de frecuentar los cines, eran una ventana impresionante a un mundo que no conocía. Ahí vi por primera vez un montón de grandes palacios y ciudades de Europa, me enteré de la existencia de los caballos Lipizzanos y me aprendí casi de memoria una documental que le robamos a la Embajada Americana titulada “Rayo de Libertad” sobre la revolución húngara de 1956.

En el primer piso había varias salas, incluyendo una biblioteca, una capillita y una salita que hacia de oficina de Tío Cosmín, también presidente de la institución. En otra ala de la casa y conformando la torre (en lo que el diseño original seria la zona de los sirvientes), también había un par de salas de reuniones.

En el sótano, funcionaba “La Clama” que era nuestro nombre para la imprenta casera que usábamos para imprimir la revista, folletos y cosas varias. También estaba la caldera (muy adecuada para quemar material comprometedor) y un cuartucho donde mi primo Mario y yo instalamos durante un tiempo un taller de encuadernación. Fue ahí donde generé mi primer cortocircuito, ya que sin saber nada de instalaciones eléctricas me puse a instalar una luz, y no se me ocurrió nada mejor que juntar todos los cables de diversas fases en un gran manojo y ponerle cinta adhesiva. El viejo tapón de cerámica no aguanto mucho, naturalmente. También me acuerdo que en nuestro taller había cucarachas tan grandes que las matábamos con rifle de aire comprimido… Finalmente, arriba de todo había también un altillo, lleno de libros, archivos, papeles varios, y una vieja silla de ruedas que usábamos para jugar cuando conseguíamos la llave.

Con el pasar de los años, empezaron a manifestarse las primeras fracturas internas dentro de la TFP, y estas fracturas condicionaron el uso de Don Pelayo y el trato entre los que la frecuentaban. Por aquel entonces yo vivía en el Eremo de Pilar, ubicado en una gran quinta en José C. Paz, y mis visitas a Don Pelayo eran menos frecuentes. Pero cuando iba, por ejemplo, tenía prohibido hablar con Luis Mesquita, un miembro del grupo que no era bien visto por los sectores más radicalizados del movimiento.

Era típico de cómo se hacían las cosas en la TFP, que nadie pedía demasiadas explicaciones de por que había que evitarlo a Mesquita. Yo lo conocía de toda la vida, ya que, entre otras cosas, había sido nuestro profesor de historia de nuestro sui-generis Colegio Regina Angelorum, y su hijo Ezequiel – bastante menor que yo – había pasado por el mismo colegio. Era un tipo bajito, que usaba gruesos anteojos, y tuvo en su momento un Fiat 600. Me acuerdo como si fuera hoy, que volviendo con papá una noche de la quinta del Eremo de Pilar por la Panamericana, pasamos en nuestro auto al Fitito de Luis Mesquita, que manejaba con ambas manos al volante, y muy concentrado, generando el comentario que “iba mas serio que un perro en bote”. La verdad que estuve muchos meses intrigadísimo, primero como alguien sabia cuando un perro estaba serio o no, y segundo ¡que hacía un perro arriba de un bote!

Pero serio o no, Mesquita era un habitué de Don Pelayo, donde se lo encontraba frecuentemente leyendo o conversando con otros miembros del grupo. Como muchas personas de pequeña estatura, tenía un temperamento combativo y un tono de voz que se imponía en la conversación. Uno de sus amigos del grupo era Lucio Tost Torres (hermano del más famoso José Antonio), que fue una de las primeras personas a vivir en Don Pelayo. Lucio dormía en un cuarto que durante el día era el “muestrario”, donde se exponían publicaciones de las diversas TFPs del mundo y de noche se convertía en su dormitorio, al sacar un catre de un ropero.

Para nuestra perspectiva en el Eremo de Pilar, Lucio Tost y Luis Mesquita eran unos “sabugos” (nombre peyorativo que se daba a aquellos que no parecían tomarse nuestra vocación apocalíptica tan en serio como nosotros) que cuanto más aislados estén, mejor. Pero a medida que nosotros nos radicalizábamos a tono con las últimas modas provenientes de San Pablo, el numero de “sabugos” también crecía sin cesar. Y no pasó mucho tiempo antes que cualquiera que no respondiera al liderazgo de José Antonio no nos merecía mucho respeto.

Igual que en la vista de cine “The War of the Roses”, donde Michael Duglas y Kathleen Turner juegan el papel de una pareja que se separa que no quiere abandonar su casa, Don Pelayo se fue dividiendo en áreas separadas. Así, el cocktail de los sábados era evitado por los del Éremo de Pilar, que empezaron a armar unas comidas en una sala del primer piso de la torre. Otra ridiculez, por ejemplo, era que se nos requería mantener el régimen de silencio que llevábamos en nuestra quinta de José C. Paz, y se daba lo que sin duda se vería muy gracioso desde afuera: algunos de nosotros no hablábamos en una casa donde nadie mantenía un régimen de silencio.

Al mismo tiempo, lo que en su momento había sido una prestigiosa sede social, se fue convirtiendo en conventillo. Cada vez más salas se destinaban a dormitorios, incluyendo al final el altillo arriba de todo, y no faltó mucho antes de que la sala de conferencias se transformara en comedor, volando las butacas y el estrado. No se cuantas personas llegaron a vivir al mismo tiempo en Don Pelayo (yo nunca lo hice), pero no hay que olvidar que la casa tenía solo dos baños, y que nunca había sido diseñada para tanta gente.

A mediados de los ´80 ya le perdí la pista a la casa. Los últimos estertores de la historia de Don Pelayo fueron una virulenta pelea judicial entre miembros de la TFP (y familiares míos), que fue en el fondo un coletazo de la pelea interna que se produjo en el grupo después de la muerte de Plinio en el ´95. Ya en California me enteré que finalmente la casa fue vendida, remodelada, y convertida en la Casa Concierge Alcorta (derecha), para visitantes exclusivos de nuestra tan linda Buenos Aires. Me pregunto como pasarían la noche sus huéspedes si las paredes hablaran...

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Tradición Familia Propiedad

¡Praesto Sum! (I)

Plinio Correa de Oliveira