Un Accidente de Verano
San Martín de los Andes, Verano 1980
Era la caravana de los uruguayos. Se vinieron con una “kombi” colorada con techo blanco, liderados por el infaltable Alejandro Uranga, secundado por Gonzalo Guimaraes y un surtido de jóvenes (entre ellos un negro que se apellidaba Rosa). La idea era unirse con nosotros, los especialistas en caravanas del Eremo de Pilar, que con nuestro Beduino Blanco (una F-350 carrozada) ya habíamos recorrido el país de punta a punta. Entre todos haríamos un numeroso grupo que recorrería “el Sur”, que iba más o menos de Bariloche hasta Ushuaia.
Esta caravana era claramente más “light” que otras de las que había participado, ya que había un fuerte componente de novatos, “chicos de apostolado” a los que todavía había que trabajar un poco. Precisamente por eso fue que el viaje a Bariloche fue en etapas, incluyendo paradas en el Valle del Río Negro donde Fernando Montabone se lució como el mejor tirador de duraznos en las guerras de frutas que improvisadamente se organizaban al costado del camino durante la hora del almuerzo. Mirando para atrás, la verdad que no parecíamos muy preocupados con el daño económico que los dueños de los duraznos pudieran estar sufriendo con nuestro entretenimiento... Pero ese es otro tema.
En otra de las paradas visitamos a un regimiento de infantería de montaña en Junín de los Andes, donde un teniente nos mostró técnicas para escalar rocas y montañas usando sogas y equipos varios de alpinismo. Y así, de parada en parada llegamos a San Martín de los Andes, donde tomaríamos la famosa Ruta de los Siete Lagos a Bariloche.
Naturalmente, una caravana de estas características no genera tantas divisas para su mantenimiento como algunas de las anteriores, donde día tras día de “campaña” generaba una abundante fuente de ingresos. Pero también era raro contar con dos vehículos en una caravana, por lo que generalmente el Beduino (con mayor capacidad de pasajeros) se ocupaba de los más jóvenes y la “kombi” hacía viajes secundarios visitando a simpatizantes que figuraban en nuestro relativamente actualizado fichero de contactos.
Tal separación se había producido en San Martín de los Andes, cuando el Beduino emprendió el viaje a Bariloche por la Ruta de los Siete Lagos, mientras la “kombi” hacía alguna misión secundaria. Era un día muy lindo, y a los pocos kilómetros de San Martín decidimos parar para preparar algún almuerzo mientas esperábamos re-encontrarnos con la “kombi” más tarde. Se eligió un lugar (el Sr. “Se” hacía muchas cosas entre nosotros entonces...) cerca del camino desde donde se veía, del otro lado de la ruta, una caída de agua de unos 30 metros de altura. Pronto algunos se pusieron a la obra a preparar algunos sándwiches (recuerdo a mi primo Mario), pero era obvio que la superabundancia de jóvenes hambrientos en la zona de confección de comida era un problema. Casi naturalmente, un grupo se desprendió del primero, y deambuló hacia el camino para contemplar la caída de agua y sus alrededores.
Quizá con la memoria de la demostración del teniente de infantería de montaña fresca en la memoria, algunos empezaron a mirar la pared de rocas y tierra cercana a la caída y detectaron como un sendero natural de piedra que subía desde la base donde había un piletón formada por siglos de agua cayendo hasta cerca de la punta de la caída, treinta metros más arriba. No fue difícil entonces proponerse que nada mejor que hacer un poco de “escalada” mientras se esperaba el almuerzo. Si alguno hubiese dudado de la sabiduría del proyecto, o cuestionado la total falta de preparación tanto técnica como material para emprender esta pequeña aventura, tal vez hubiese recibido algún comentario del estilo “¡Mas vale ser águila un minuto que sapo la vida entera!” Pero este tipo de análisis o duda no era común entonces, ni de mi parte con mis escasos años ni de parte de aquellos mayores que yo que formaban parte del grupo.
Así fue que Javier Arcos Perez, Francisco del Campo, Alberto Aprea, Fernando Gioia, el uruguayo negro (Rosa), yo y algún otro que hoy ya no recuerdo, bajamos desde la ruta al fondo de un empinado cañadón para escalar la pared de piedra lindera a la catarata. Confieso que una vez cruzado el piletón del fondo y mirando la pared más de cerca me empezaron a entrar algunas dudas sobre mis ganas de escalar el sendero de piedra. ¡Pero lejos de mí con mis 15 años el reconocer que me daba terror la idea! Así que “como quien no quiere la cosa” me fui quedando medio rezagado en la hilera que emprendió el ascenso. Tal vez por las mismas u otras razones, Fernando Gioia se quedó sentado cerca del piletón rezando un rosario.
Rezagado o no, el hecho era que yo estaba trepando la pared también, por lo que no tenía gran visibilidad de lo que pasaba más adelante en la fila. Pero cuando oí un grito, instintivamente miré en la dirección en que venía y llegué a ver un borceguí volando por el aire. Y el borceguí no estaba vacío. Adentro estaba el pié de Alberto Aprea, que estaba cayendo los treinta metros desde donde terminaba el sendero de piedra hasta el piletón debajo de todo.
Gracias a Dios la naturaleza había provisto como un tobogán cerca del fin de la caída de agua, y fue contra este tobogán que Alberto golpeó con su mandíbula, instantáneamente rompiéndola en cinco pedazos. Para empeorar la cosa, su cráneo ya estaba roto al golpear contra algunas rocas en la pared antes de llegar al tobogán, por lo que, al llegar finalmente al piletón, quedó flotando boca abajo, sin conocimiento.
Desde mi ubicación, tenía una vista privilegiada de esta triste situación, y vi como Fernando Gioia se metía al piletón para sacarlo del agua. Nunca me voy a olvidar de cómo su camisa blanca quedó inmediatamente colorada con la sangre de Alberto. Mas tarde me iba a enterar que casi al llegar al final del ascenso, la roca que Alberto agarró para seguir subiendo se desprendió y eso causó la caída. Pero de momento yo no sabía bien que había pasado, y solo me di cuenta que había que bajar de la montaña lo antes posible y extraer a Alberto del fondo de este cañadón, si es que todavía estaba con vida, lo que realmente no parecía posible.
Enseguida arriba mío estaba el negro Rosa – momentáneamente empalidecido y tembloroso por la experiencia – que parecía candidato a caer de donde estaba. Yo ya estaba bajando cuando Francisco del Campo me pide que suba a ayudarlo a bajar al negro, para que la tragedia de uno no se convierta en tragedia de dos. Así que con mucho cuidado, subí nuevamente y agarrando en mis manos los pies del negro, le fui mostrando, literalmente paso por paso, donde tenia que pisar para no caerse.
Despachado el negro Rosa fuera de la escena, lo que quedamos cerca del piletón nos pusimos a rezar por la sobre vivencia de Alberto que aún respiraba, y a ingeniar alguna manera de subir un adulto inconsciente los veinte empinados metros que nos separaban del camino, de San Martín de los Andes y de un Hospital. Así que mientras un creciente numero de espectadores se juntaba en la ruta arriba nuestro, improvisamos una camilla hecha de una soga y dos caños de estandarte y nos pusimos a mover al gravemente herido. De arriba tiraron una bolsa de dormir, y para subirlo por el cañadón lo metimos adentro de la bolsa de dormir, con una soga debajo de los brazos y empezamos a moverlo cuesta arriba.
Gracias a Dios un par de médicos pasaba casualmente por ahí, y se apersonaron con la infaltable valijita negra que contenía unas inyecciones de morfina que al menos le calmaron el dolor del semi-conciente Alberto. Y el operativo de subida tardó tanto debido a las condiciones del terreno y lo inadecuado de nuestro equipo, que cuando llegamos a la ruta, ya había una ambulancia venida de San Martín de los Andes que se lo llevó, aún acompañado de Fernando Gioia con la camisa ensangrentada.
Los que quedamos atrás, en lo que hoy se describiría como en “estado de shock”, volvimos a un hotel a San Martín rezando y haciendo todo tipo de promesas si Nuestra Señora lo salvaba a Alberto de lo que parecía una muerte segura. Finalmente, en el hotel en que estábamos, resolvimos ir todos caminando a Luján si este milagro nos era concedido.
Esa misma noche, en un avión particular (me pareció oír en su momento que era de Goyo Pérez Companc, pero no estoy seguro) Alberto viajó a Buenos Aires, a ser internado en el Hospital Alemán. Después de algunos altibajos (que incluyeron una segunda operación después de que los médicos se olvidaron algunos pedazos de gasa dentro de la mandíbula...) se terminó recuperando de sus heridas físicas, aunque hay quienes opinan que nunca más volvió a ser el mismo que antes. Hoy vive en su Córdoba natal y la verdad que no sé a que se dedica.
Algunas semanas después de que Alberto saliera del Hospital le recordé a José Antonio Tost (nuestro quidam, o líder en aquel entonces) de la promesa realizada con miras a organizar la larga caminata. Me dijo que el milagro había sido tan grande que una caminata era poco... La terminé haciendo sólo, reclutando a Marcelo Brocca y a un brasilero que estaba en Buenos Aires en aquel entonces, ninguno de los cuales había estado en el accidente de Alberto.
Ninguno de los dos terminó la caminata tampoco. En algún punto cercano a General Rodríguez me dejaron solo, y así llegué a Luján (izquierda), con los pies desechos pero con la promesa cumplida.
Alfonso
Era la caravana de los uruguayos. Se vinieron con una “kombi” colorada con techo blanco, liderados por el infaltable Alejandro Uranga, secundado por Gonzalo Guimaraes y un surtido de jóvenes (entre ellos un negro que se apellidaba Rosa). La idea era unirse con nosotros, los especialistas en caravanas del Eremo de Pilar, que con nuestro Beduino Blanco (una F-350 carrozada) ya habíamos recorrido el país de punta a punta. Entre todos haríamos un numeroso grupo que recorrería “el Sur”, que iba más o menos de Bariloche hasta Ushuaia.
Esta caravana era claramente más “light” que otras de las que había participado, ya que había un fuerte componente de novatos, “chicos de apostolado” a los que todavía había que trabajar un poco. Precisamente por eso fue que el viaje a Bariloche fue en etapas, incluyendo paradas en el Valle del Río Negro donde Fernando Montabone se lució como el mejor tirador de duraznos en las guerras de frutas que improvisadamente se organizaban al costado del camino durante la hora del almuerzo. Mirando para atrás, la verdad que no parecíamos muy preocupados con el daño económico que los dueños de los duraznos pudieran estar sufriendo con nuestro entretenimiento... Pero ese es otro tema.
En otra de las paradas visitamos a un regimiento de infantería de montaña en Junín de los Andes, donde un teniente nos mostró técnicas para escalar rocas y montañas usando sogas y equipos varios de alpinismo. Y así, de parada en parada llegamos a San Martín de los Andes, donde tomaríamos la famosa Ruta de los Siete Lagos a Bariloche.
Naturalmente, una caravana de estas características no genera tantas divisas para su mantenimiento como algunas de las anteriores, donde día tras día de “campaña” generaba una abundante fuente de ingresos. Pero también era raro contar con dos vehículos en una caravana, por lo que generalmente el Beduino (con mayor capacidad de pasajeros) se ocupaba de los más jóvenes y la “kombi” hacía viajes secundarios visitando a simpatizantes que figuraban en nuestro relativamente actualizado fichero de contactos.
Tal separación se había producido en San Martín de los Andes, cuando el Beduino emprendió el viaje a Bariloche por la Ruta de los Siete Lagos, mientras la “kombi” hacía alguna misión secundaria. Era un día muy lindo, y a los pocos kilómetros de San Martín decidimos parar para preparar algún almuerzo mientas esperábamos re-encontrarnos con la “kombi” más tarde. Se eligió un lugar (el Sr. “Se” hacía muchas cosas entre nosotros entonces...) cerca del camino desde donde se veía, del otro lado de la ruta, una caída de agua de unos 30 metros de altura. Pronto algunos se pusieron a la obra a preparar algunos sándwiches (recuerdo a mi primo Mario), pero era obvio que la superabundancia de jóvenes hambrientos en la zona de confección de comida era un problema. Casi naturalmente, un grupo se desprendió del primero, y deambuló hacia el camino para contemplar la caída de agua y sus alrededores.
Quizá con la memoria de la demostración del teniente de infantería de montaña fresca en la memoria, algunos empezaron a mirar la pared de rocas y tierra cercana a la caída y detectaron como un sendero natural de piedra que subía desde la base donde había un piletón formada por siglos de agua cayendo hasta cerca de la punta de la caída, treinta metros más arriba. No fue difícil entonces proponerse que nada mejor que hacer un poco de “escalada” mientras se esperaba el almuerzo. Si alguno hubiese dudado de la sabiduría del proyecto, o cuestionado la total falta de preparación tanto técnica como material para emprender esta pequeña aventura, tal vez hubiese recibido algún comentario del estilo “¡Mas vale ser águila un minuto que sapo la vida entera!” Pero este tipo de análisis o duda no era común entonces, ni de mi parte con mis escasos años ni de parte de aquellos mayores que yo que formaban parte del grupo.
Así fue que Javier Arcos Perez, Francisco del Campo, Alberto Aprea, Fernando Gioia, el uruguayo negro (Rosa), yo y algún otro que hoy ya no recuerdo, bajamos desde la ruta al fondo de un empinado cañadón para escalar la pared de piedra lindera a la catarata. Confieso que una vez cruzado el piletón del fondo y mirando la pared más de cerca me empezaron a entrar algunas dudas sobre mis ganas de escalar el sendero de piedra. ¡Pero lejos de mí con mis 15 años el reconocer que me daba terror la idea! Así que “como quien no quiere la cosa” me fui quedando medio rezagado en la hilera que emprendió el ascenso. Tal vez por las mismas u otras razones, Fernando Gioia se quedó sentado cerca del piletón rezando un rosario.
Rezagado o no, el hecho era que yo estaba trepando la pared también, por lo que no tenía gran visibilidad de lo que pasaba más adelante en la fila. Pero cuando oí un grito, instintivamente miré en la dirección en que venía y llegué a ver un borceguí volando por el aire. Y el borceguí no estaba vacío. Adentro estaba el pié de Alberto Aprea, que estaba cayendo los treinta metros desde donde terminaba el sendero de piedra hasta el piletón debajo de todo.
Gracias a Dios la naturaleza había provisto como un tobogán cerca del fin de la caída de agua, y fue contra este tobogán que Alberto golpeó con su mandíbula, instantáneamente rompiéndola en cinco pedazos. Para empeorar la cosa, su cráneo ya estaba roto al golpear contra algunas rocas en la pared antes de llegar al tobogán, por lo que, al llegar finalmente al piletón, quedó flotando boca abajo, sin conocimiento.
Desde mi ubicación, tenía una vista privilegiada de esta triste situación, y vi como Fernando Gioia se metía al piletón para sacarlo del agua. Nunca me voy a olvidar de cómo su camisa blanca quedó inmediatamente colorada con la sangre de Alberto. Mas tarde me iba a enterar que casi al llegar al final del ascenso, la roca que Alberto agarró para seguir subiendo se desprendió y eso causó la caída. Pero de momento yo no sabía bien que había pasado, y solo me di cuenta que había que bajar de la montaña lo antes posible y extraer a Alberto del fondo de este cañadón, si es que todavía estaba con vida, lo que realmente no parecía posible.
Enseguida arriba mío estaba el negro Rosa – momentáneamente empalidecido y tembloroso por la experiencia – que parecía candidato a caer de donde estaba. Yo ya estaba bajando cuando Francisco del Campo me pide que suba a ayudarlo a bajar al negro, para que la tragedia de uno no se convierta en tragedia de dos. Así que con mucho cuidado, subí nuevamente y agarrando en mis manos los pies del negro, le fui mostrando, literalmente paso por paso, donde tenia que pisar para no caerse.
Despachado el negro Rosa fuera de la escena, lo que quedamos cerca del piletón nos pusimos a rezar por la sobre vivencia de Alberto que aún respiraba, y a ingeniar alguna manera de subir un adulto inconsciente los veinte empinados metros que nos separaban del camino, de San Martín de los Andes y de un Hospital. Así que mientras un creciente numero de espectadores se juntaba en la ruta arriba nuestro, improvisamos una camilla hecha de una soga y dos caños de estandarte y nos pusimos a mover al gravemente herido. De arriba tiraron una bolsa de dormir, y para subirlo por el cañadón lo metimos adentro de la bolsa de dormir, con una soga debajo de los brazos y empezamos a moverlo cuesta arriba.
Gracias a Dios un par de médicos pasaba casualmente por ahí, y se apersonaron con la infaltable valijita negra que contenía unas inyecciones de morfina que al menos le calmaron el dolor del semi-conciente Alberto. Y el operativo de subida tardó tanto debido a las condiciones del terreno y lo inadecuado de nuestro equipo, que cuando llegamos a la ruta, ya había una ambulancia venida de San Martín de los Andes que se lo llevó, aún acompañado de Fernando Gioia con la camisa ensangrentada.
Los que quedamos atrás, en lo que hoy se describiría como en “estado de shock”, volvimos a un hotel a San Martín rezando y haciendo todo tipo de promesas si Nuestra Señora lo salvaba a Alberto de lo que parecía una muerte segura. Finalmente, en el hotel en que estábamos, resolvimos ir todos caminando a Luján si este milagro nos era concedido.
Esa misma noche, en un avión particular (me pareció oír en su momento que era de Goyo Pérez Companc, pero no estoy seguro) Alberto viajó a Buenos Aires, a ser internado en el Hospital Alemán. Después de algunos altibajos (que incluyeron una segunda operación después de que los médicos se olvidaron algunos pedazos de gasa dentro de la mandíbula...) se terminó recuperando de sus heridas físicas, aunque hay quienes opinan que nunca más volvió a ser el mismo que antes. Hoy vive en su Córdoba natal y la verdad que no sé a que se dedica.

Ninguno de los dos terminó la caminata tampoco. En algún punto cercano a General Rodríguez me dejaron solo, y así llegué a Luján (izquierda), con los pies desechos pero con la promesa cumplida.
Alfonso
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