Aprendiendo a manejar

Buenos Aires, 1970 a 1979

El primer auto que me acuerdo en casa era un modelo viejísimo. Sé que papá (que siempre le gustaron y es fanático de los autos) se acuerda la marca y el modelo, pero yo no. Era verde oscuro o negro, medio redondo por atrás... Me acuerdo que una vez fuimos al Retoño (el campo de Tata) y nos empantanamos. Pero ahí se apaga la memoria.

Del auto que es imposible olvidarse es “La Lata”. Así le decíamos cariñosamente (supongo) a un Morris que papá consiguió como parte de una indemnización cuando dejó de trabajar en Eaton Argentina, a fines de los 60 o principios de los 70. “La Lata” era gris clarito, cuatro puertas y contaba con un espacioso baúl. Sé que el baúl era grande porque a principios de los años 70 un estilo de campaña que la TFP usó en Buenos Aires era hacer discursos arriba de un barril de vino (vacío, naturalmente!), y “La Lata” era el único auto que tenía un baúl suficientemente grande para el barril. Ni que hablar de los Falcon que rondaban por ahí, con esos baules chatitos...

Este Morris con asientos tapizados de una cuerina gris, era el auto que mamá usaba todo el tiempo para llevarnos de acá para allá, cuando no estábamos andando en colectivo por nuestra cuenta. Mamá en su juventud manejaba un montón (ya no lo hace mucho y se siente muy insegura en las calles de Buenos Aires después de tantos años pasados afuera del país), y a falta de los cinturones de seguridad que o no existían o no se usaban, tenía la costumbre de estirar su brazo derecho sobre el pecho del pasajero cada vez que se venía una frenada brusca. No me olvido del cuento que una vez lo estaba llevando a Jorge Storni a alguna parte, y cual no sería la sorpresa de Jorge al ver el brazo de mamá estirarse delante de él cual golpe de karate al acercarse a una luz colorada...

Muy seguido mamá nos pasaba a buscar al colegio Regina Angelorum (no se gasten buscándolo que no existe... más sobre eso algún otro día!) e íbamos hasta el departamento en Araoz por Juncal y no se que otras calles. Una memoria que tengo de ese viaje es que algunas partes de las calles adoquinadas, todavía conservaban las vías del tranvía, y el ancho de las ruedas de “La Lata” eran el mismo que las del tranvía, por lo que se podía poner al auto sobre las vías y no saltaba con los adoquines. No era fácil mantenerlo así por mucho tiempo, pero por unos segundos adquiríamos una andar de lo más suave.

Papá me enseñó a manejar gradualmente. Primero yo me sentaba al lado (hubiera sido imposible si en vez de un asiento el auto hubiese tenido butacas delanteras) y él hacía los pedales y los cambios y yo movía el volante. Todo un logro. Eventualmente yo también hacía los cambios y sólo me faltaba sentarme al volante y hacer todo yo.

Me acuerdo que fuimos a un lugar en Palermo, cerca del Club Hípico Alemán, donde todavía hay una rotonda a la que se accede desde la Avenida Figueroa Alcorta. Ahí di mis primeras vueltas en precario control de la máquina, tratando de coordinar embriage y acelerador en suave transición. Papá es un excelente profesor de manejo, gracias a una gran paciencia (tres décadas más tarde le enseñaría a manejar a Dolores en mi primer auto, un Falcon celeste), y de a poco me fui sintiendo más confiado.

Me acuerdo que “La Lata” dormía en un garaje a pocas cuadras de casa, en la calle Salguero frente a “La Penitenciaría”. Al garaje le decíamos "La Tatusa". Nuestro lugar era en un subsuelo al que se accedía por una rampa bastante empinada. Pronto yo me sentía tan confiado que cuando salíamos a buscar el auto, yo corría adelante del resto para prenderlo, subirlo a la Planta Baja y dejarlo listo para que papá o mamá salieran de garaje manejando sin tener que ir al subsuelo. No les gustó nada un día que, sin permiso previo, no sólo lo levé a la Planta Baja sino que lo saqué del garaje y despacito empecé a bajar por Salguero hasta la esquina de French. Creo que ese día me ligué un reto...

Mis clases de manejo siguieron durante muchas semanas y muchos meses, ya que habiendo empezado de tan chico era imposible conseguir una licencia, por lo que mi “aprendizaje” duró años. Mi disfrute del manejo aumentó mucho cuando papá empezó a trabajar para Sagric, una empresa que vendía tractores Massey Ferguson, y como parte del sueldo le dieron un Falcon blanco espectacular para que use en sus viajes. Para mis criterios automovilísticos de chico argentino, el Falcon era lo mejor que se podía tener, ya que los importados casi no se veían en esa Argentina pre-Martínez de Hoz. Todavía me acuerdo de la diferencia que era manejar el Falcon comparado con “La Lata”. Un mundo aparte.

Falcon, Citroen (¡esos cambios eran medios engañosos!), Peugeot y un Taunus (¡re-canchero!) fueron los autos que manejé de chico. Así, cuando empecé a vivir a la quinta en José C. Paz sólo me faltaba hacer la conversión a las camionetas más grandes, lo que no fue difícil.

Cuando en 1979 fui parte de una “caravana” al norte argentino, que nos llevó más allá de La Quiaca al pueblito perdido de Santa Catalina, mis inagotables ganas de manejar fueron puestas a prueba. Con sólo 16 años, sentado al volante de una F-350 V8 carrozada, con siete pasajeros más y tirando un trailer pesado por las rutas de Salta y Jujuy las clases de papá fueron puestas finalmente a prueba.

Todavía me acuerdo de la palanca de cambios, un fierro largo que terminaba con una bochita de plástico dura y negra. Todavía me acuerdo del resplandor azulado que salía del instrumental de la camioneta en medio de la noche, cuando la mayoría de mis pasajeros dormía o algún par conversaba con voces indistintas en la última fila de asientos. Todavía me acuerdo cuando una noche en Jujuy llegué por primera vez a los 140km/h pasando un colectivo Chevalier que se quiso hacer el vivo y empezó a acelerar cuando lo quise pasar. Y todavía me acuerdo cuando por primera vez en mi vida me cansé de manejar y le dije a José Antonio “no quiero manejar más por ahora”. Palabras que de chico nunca había pensado que iba a decir. Es que finalmente, sabía manejar.

Alfonso

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