Cómo lo conocí a Tata
Buenos Aires, mayo de 1989
Yo no tengo memoria de haberlo conocido a Tata de chico. Sé que fuimos al Retoño un par de veces, y me acuerdo de una lucha casi cuerpo a cuerpo entre alguien (¿mamá? ¿Tio Rafa?) y un murciélago que se había metido en el cuarto en el que yo estaba durmiendo. También me acuerdo he haber festejado una navidad y de haber recibido como regalo unos soldaditos de plástico que venían con sus propios paracaídas. Pero de Carlos Ibarguren, Tata, mi abuelo materno, no tengo recuerdos que se mezclen con mi infancia. Lo que más se asemeja a un recuerdo es verlo en nuestra casa de La Lucila (Sinclair 256) alguna tarde que nos fue a visitar con abuela (Estela Schindler) y agarrándome la mano para pasar por su cara afeitada y hacer el “barba buena” (deslizando la mano hacia abajo) y “barba mala” (raspando mi mano cuando la levantaba hacia arriba, a contrapelo). Pero como a este cuento me lo contaron también, ya no estoy seguro si mi recuerdo está ligado al episodio o al cuento posterior.
El hecho es que cuando yo todavía era muy chico, se produjo una gran pelea dentro de la familia Ibarguren, que separó a los que estaban involucrados en la TFP Argentina (Carlos, mamá, Francisco y Rafa) de sus padres y del resto de sus hermanos. La pelea, como lo atestiguarían casi 16 años de separación y total falta de contacto, fue violenta y muy conocida por muchos que se movían en esos círculos de familia y de amistades. Naturalmente, a causa de esta pelea, toda la familia Ibarguren, con la excepción de mis tres tíos que sí estaban con la TFP, dejó de existir para mí y mis hermanos.
Pero hacia fines de la década del 80, se comenzaron a dar algunos síntomas de deshielo. No recuerdo todos los detalles, pero algunos hechos y contactos se empezaron a dar. Me acuerdo, por ejemplo, que la presencia de Tata en el entierro o velorio de mi abuelo, Cosme Beccar Varela, fue causa de abrazo entre Tata y Tio Cosmín. Más tarde, alguna de mis tías abuelas, Mercedes o Maria Eugenia le escribió una carta a mamá que por aquel entonces estaba en Tenerife. También de nuestra parte, mamá había decidido retomar contacto. Seguramente “el fuego sagrado” que nos había consumido a todos de entusiasmo en los primeros años empezaba a enfriarse, y esta pelea ya no parecía tener sentido.
Pero estos primeros pasos, naturalmente encontraron resistencia, particularmente de parte de Carlos, hermano mayor de mamá, que de ninguna manera aprobaba su iniciativa de “reanudar relaciones diplomáticas” con su padre. Me acuerdo del gran disgusto que tuvo mamá al ver que sus iniciativas en aras de la reconciliación familiar era totalmente despreciadas por Carlos desde su encierro en una “camándula” de la TFP en Brasil. Y Francisco y Rafa, pese a ser bastante mayorcitos ya, seguían fielmente el liderazgo de Carlos en este punto, y cerraron filas contra mi madre en este tema, al menos en aquel entonces.
Pese a todo, en 1989 estando toda mi familia, con la excepción de Luis, en Johannesburgo, decidimos que mamá y yo haríamos un viaje a Argentina para reencontrarnos con nuestra parentela Ibarguren. Para conseguir la tarifa más barata, volamos en un avión de Varig que hacia conexión en Río con uno de KLM que llegaba a Ezeiza como a las 3 o 4 de la mañana. Además de nuestros bolsos y valijas, yo llevaba en una mano una cabeza embalsamada de impala que estábamos llevando de regalo para Tío Cosmín para que la ponga en su campo, La Milagrosa, donde creo que todavía está.
Cual sería mi sorpresa, y la emoción de mamá, cuando vemos que además de Tío Cosmín y algunos otros parientes Beccar Varela, una enrome delegación de parientes Ibarguren – incluyendo a Tata con sus 84 años a punto de cumplir – nos estaba esperando en el hall de llegadas a esa loca hora de la madrugada.
Ahí conocí de un saque no sé cuantos tíos y primos, cuyos nombres me fueron repetidos innumerables veces esa noche y durante el curso de las siguientes semanas, sin que consiguiera registrarlos a todos. Como trataba de explicarles, una persona invierte normalmente una vida para conocer a sus parientes, y yo simplemente no podía acordarme de todos a la vez. De un saque.
En el aeropuerto nos despedimos de gran parte del componente sanisidrense de la familia (Hortensio y muchos de los suyos) y nos fuimos a la casa de Tío Cosmín, a donde también nos acompañó Tata, y si mal no recuerdo, Miguel. Ahí nos quedamos conversando un rato más, hasta que finalmente nos despedimos de todos, y cada uno se fue a su casa y nosotros nos quedamos en Montevideo 1488, en el departamento de Tío Comsín.
No me acuerdo exactamente cuántos días pasamos en Buenos Aires, pero sí sé que el 17 de mayo, fiesta de San Pascual Bailón y cumpleaños de Tata, hubo gran recepción en su departamento en la esquina de Vicente López y Ayacucho, donde una vez más fui bombardeado con caras nuevas y docenas de nombres: Tío Enrique, los Moreno Vivot, Mito Van Peborgh, Enriquito, las hermanas Aubone y Agote, Juan Luis, incontables primos hermanos y segundos. Todos amontonados en un departamento chico, por donde circulaban no sé bien cómo algunos mozos con bandejas de sandwichitos de miga, whisky, vino, jugos y empanadas. El ascensor que conectaba al séptimo piso con la planta baja no paraba de subir y bajar, siempre lleno en ambas direcciones.
La gente conversaba en los pasillos, el vestíbulo, comedor, cocina y dormitorios. Creo que sólo el baño nunca excedió la cuota de un invitado a la vez... Claro que todos conversaban con todos, pero la gran atracción de la noche era mamá, y en menor medida yo. A mamá se la veía de lo más bien, conversando con todos como si la interrupción de 16 años no hubiera existido. La verdad que estaba encantada. Yo un poco más durito y sin relajarme demasiado, ya que nunca me resultó fácil hablar con extraños. Y, lamentablemente, pese a estar rodeado de mi familia, todavía estaba rodeado de extraños.
Además de esta gran fiesta, lo vi a Tata un montón de veces durante ese viaje. Me invitó a almorzar al Jockey, y casi todas las tardes me daba una vuelta por su casa, a donde siempre caía alguna visita. Y una vez que yo entro en confianza, no tengo problema para conversar, así que de a poco fuimos hablando de todo un poco. De política, naturalmente, de la historia pasada, del nacionalismo, de Perón y los peronistas... pero sobretodo del “mamotreto”.
El mamotreto es una obra hercúlea de investigación genealógica en la que Tata invirtió 30 años de su vida. En esta obra, él trazó los orígenes de nuestra familia, “a lo largo y más allá de la Historia Argentina”. En aquel entonces, el mamotreto eran once tomos escritos a máquina, que se podían leer en un papel ya amarillento, y lleno de correcciones y agregados. Estas hojas Tata las conocía como la palma de su mano, y parecía tener en su cabeza un índice de lo más ordenado. Cada tanto, durante una conversación, hacía una pausa y, levantándose ya con cierta dificultad del sillón colorado en el que normalmente estaba hundido, se dirigía al lugar donde guardaba su mamotreto y volvía con alguna página en la mano para leerme algo que, al menos tangencialmente, tocaba el tema del que estábamos hablando.
Así fue que me enteré de las amantes guaraníes de Irala, de las aventuras de Argañaraz de Murgía en Florida, del milagroso rescate de la viuda e hija de Bazán en Santiago del Estero y de cómo un rayo mató a dos lejanísimos tíos cuando viajaban en carruaje de Seclantás a Salta. Y mirando y oyendo a Tata contarme estas cosas me empezó a entrar, a mí también, un interés por la historia de la familia que mantengo al día de hoy.
Pero también me nació un cariño por mi abuelo que retuve durante la década que vivió después de este, nuestro primer encuentro. Con el pasar de los años las historias empezaron a repetirse, y se levantaba cada vez menos del sillón colorado. Pero todavía me agarraba la mano con fuerza y me sonreía al verme. Llegó a verme casado y a conocer a Victoria, mi primera hija.
Y quiero pensar que, pese a no haberlo conocido de chico, pude recuperar terreno y hacerle un lugar importante en mi corazón. Me gustaría pensar que yo conseguí abrirme un espacio en el suyo.
Alfonso
Yo no tengo memoria de haberlo conocido a Tata de chico. Sé que fuimos al Retoño un par de veces, y me acuerdo de una lucha casi cuerpo a cuerpo entre alguien (¿mamá? ¿Tio Rafa?) y un murciélago que se había metido en el cuarto en el que yo estaba durmiendo. También me acuerdo he haber festejado una navidad y de haber recibido como regalo unos soldaditos de plástico que venían con sus propios paracaídas. Pero de Carlos Ibarguren, Tata, mi abuelo materno, no tengo recuerdos que se mezclen con mi infancia. Lo que más se asemeja a un recuerdo es verlo en nuestra casa de La Lucila (Sinclair 256) alguna tarde que nos fue a visitar con abuela (Estela Schindler) y agarrándome la mano para pasar por su cara afeitada y hacer el “barba buena” (deslizando la mano hacia abajo) y “barba mala” (raspando mi mano cuando la levantaba hacia arriba, a contrapelo). Pero como a este cuento me lo contaron también, ya no estoy seguro si mi recuerdo está ligado al episodio o al cuento posterior.
El hecho es que cuando yo todavía era muy chico, se produjo una gran pelea dentro de la familia Ibarguren, que separó a los que estaban involucrados en la TFP Argentina (Carlos, mamá, Francisco y Rafa) de sus padres y del resto de sus hermanos. La pelea, como lo atestiguarían casi 16 años de separación y total falta de contacto, fue violenta y muy conocida por muchos que se movían en esos círculos de familia y de amistades. Naturalmente, a causa de esta pelea, toda la familia Ibarguren, con la excepción de mis tres tíos que sí estaban con la TFP, dejó de existir para mí y mis hermanos.
Pero hacia fines de la década del 80, se comenzaron a dar algunos síntomas de deshielo. No recuerdo todos los detalles, pero algunos hechos y contactos se empezaron a dar. Me acuerdo, por ejemplo, que la presencia de Tata en el entierro o velorio de mi abuelo, Cosme Beccar Varela, fue causa de abrazo entre Tata y Tio Cosmín. Más tarde, alguna de mis tías abuelas, Mercedes o Maria Eugenia le escribió una carta a mamá que por aquel entonces estaba en Tenerife. También de nuestra parte, mamá había decidido retomar contacto. Seguramente “el fuego sagrado” que nos había consumido a todos de entusiasmo en los primeros años empezaba a enfriarse, y esta pelea ya no parecía tener sentido.
Pero estos primeros pasos, naturalmente encontraron resistencia, particularmente de parte de Carlos, hermano mayor de mamá, que de ninguna manera aprobaba su iniciativa de “reanudar relaciones diplomáticas” con su padre. Me acuerdo del gran disgusto que tuvo mamá al ver que sus iniciativas en aras de la reconciliación familiar era totalmente despreciadas por Carlos desde su encierro en una “camándula” de la TFP en Brasil. Y Francisco y Rafa, pese a ser bastante mayorcitos ya, seguían fielmente el liderazgo de Carlos en este punto, y cerraron filas contra mi madre en este tema, al menos en aquel entonces.
Pese a todo, en 1989 estando toda mi familia, con la excepción de Luis, en Johannesburgo, decidimos que mamá y yo haríamos un viaje a Argentina para reencontrarnos con nuestra parentela Ibarguren. Para conseguir la tarifa más barata, volamos en un avión de Varig que hacia conexión en Río con uno de KLM que llegaba a Ezeiza como a las 3 o 4 de la mañana. Además de nuestros bolsos y valijas, yo llevaba en una mano una cabeza embalsamada de impala que estábamos llevando de regalo para Tío Cosmín para que la ponga en su campo, La Milagrosa, donde creo que todavía está.
Cual sería mi sorpresa, y la emoción de mamá, cuando vemos que además de Tío Cosmín y algunos otros parientes Beccar Varela, una enrome delegación de parientes Ibarguren – incluyendo a Tata con sus 84 años a punto de cumplir – nos estaba esperando en el hall de llegadas a esa loca hora de la madrugada.
Ahí conocí de un saque no sé cuantos tíos y primos, cuyos nombres me fueron repetidos innumerables veces esa noche y durante el curso de las siguientes semanas, sin que consiguiera registrarlos a todos. Como trataba de explicarles, una persona invierte normalmente una vida para conocer a sus parientes, y yo simplemente no podía acordarme de todos a la vez. De un saque.
En el aeropuerto nos despedimos de gran parte del componente sanisidrense de la familia (Hortensio y muchos de los suyos) y nos fuimos a la casa de Tío Cosmín, a donde también nos acompañó Tata, y si mal no recuerdo, Miguel. Ahí nos quedamos conversando un rato más, hasta que finalmente nos despedimos de todos, y cada uno se fue a su casa y nosotros nos quedamos en Montevideo 1488, en el departamento de Tío Comsín.

La gente conversaba en los pasillos, el vestíbulo, comedor, cocina y dormitorios. Creo que sólo el baño nunca excedió la cuota de un invitado a la vez... Claro que todos conversaban con todos, pero la gran atracción de la noche era mamá, y en menor medida yo. A mamá se la veía de lo más bien, conversando con todos como si la interrupción de 16 años no hubiera existido. La verdad que estaba encantada. Yo un poco más durito y sin relajarme demasiado, ya que nunca me resultó fácil hablar con extraños. Y, lamentablemente, pese a estar rodeado de mi familia, todavía estaba rodeado de extraños.
Además de esta gran fiesta, lo vi a Tata un montón de veces durante ese viaje. Me invitó a almorzar al Jockey, y casi todas las tardes me daba una vuelta por su casa, a donde siempre caía alguna visita. Y una vez que yo entro en confianza, no tengo problema para conversar, así que de a poco fuimos hablando de todo un poco. De política, naturalmente, de la historia pasada, del nacionalismo, de Perón y los peronistas... pero sobretodo del “mamotreto”.
El mamotreto es una obra hercúlea de investigación genealógica en la que Tata invirtió 30 años de su vida. En esta obra, él trazó los orígenes de nuestra familia, “a lo largo y más allá de la Historia Argentina”. En aquel entonces, el mamotreto eran once tomos escritos a máquina, que se podían leer en un papel ya amarillento, y lleno de correcciones y agregados. Estas hojas Tata las conocía como la palma de su mano, y parecía tener en su cabeza un índice de lo más ordenado. Cada tanto, durante una conversación, hacía una pausa y, levantándose ya con cierta dificultad del sillón colorado en el que normalmente estaba hundido, se dirigía al lugar donde guardaba su mamotreto y volvía con alguna página en la mano para leerme algo que, al menos tangencialmente, tocaba el tema del que estábamos hablando.
Así fue que me enteré de las amantes guaraníes de Irala, de las aventuras de Argañaraz de Murgía en Florida, del milagroso rescate de la viuda e hija de Bazán en Santiago del Estero y de cómo un rayo mató a dos lejanísimos tíos cuando viajaban en carruaje de Seclantás a Salta. Y mirando y oyendo a Tata contarme estas cosas me empezó a entrar, a mí también, un interés por la historia de la familia que mantengo al día de hoy.
Pero también me nació un cariño por mi abuelo que retuve durante la década que vivió después de este, nuestro primer encuentro. Con el pasar de los años las historias empezaron a repetirse, y se levantaba cada vez menos del sillón colorado. Pero todavía me agarraba la mano con fuerza y me sonreía al verme. Llegó a verme casado y a conocer a Victoria, mi primera hija.
Y quiero pensar que, pese a no haberlo conocido de chico, pude recuperar terreno y hacerle un lugar importante en mi corazón. Me gustaría pensar que yo conseguí abrirme un espacio en el suyo.
Alfonso
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