El Emisario

Buenos Aires, 1998

El emisario del Consejo Deliberante de Berazategui era un tipo barbudo, claramente incómodo en su traje claro, que parecía un talle más chico de lo que debería ser. Incómodo tal vez no por la naturaleza de su misión, sino porque se encontraba lejos de su territorio habitual, lejos de su banda de cómplices. La misión que estaba ejecutando no era nueva para él. Seguramente tenía años de práctica y lo que estaba por hacer, normalmente no le hacía perder un minuto de sueño en su lujosa casa de Berazategui.

Pero hoy era distinto. Estaba tratando esta vez con gente que parecía no conocer, o si conocía no parecía interesada en seguir las reglas del juego. Gente tal vez demasiado joven, o con demasiados prejuicios éticos. Gente que pretendía escudarse detrás de consultoras internacionales como KPMG para montar una operatoria que, ¡créase o no!, osaba hacer negocios inmobiliarios en la Provincia de Buenos Aires sin pagar los montos preestablecidos que durante años los políticos de todos los niveles venían cobrando a los desarrolladores inmobiliarios.

Así que cuando el emisario del Consejo vino hasta la calle Reconquista para exponer sus demandas, prefirió no entrar a las oficinas de Puerto Trinidad S.A. Desde uno de los infaltables celulares, llamó para concertar un encuentro en el bar de la esquina. Literalmente. En la esquina había dos bares. Uno, el Kilkeny, imitaba un pub irlandés, ubicado directamente debajo de nuestras oficinas en el primer piso (izquierda). Cruzando la calle, Don Manolo era el típico lugar que se llena cada mediodía con empleados de las oficinas circundantes. El emisario se sintió más cómodo en Don Manolo y ahí marcó el encuentro.

Yo estaba en la oficina, esperando ansiosamente este llamado. Seriamos jóvenes, amateurs, inexpertos, o como se nos quiera llamar, pero en los dos años de historia de Puerto Trinidad ya concurridos habíamos aprendido mucho. Y una de las cosas que estábamos aprendiendo es que los mecanismos de presión para acorralar, cual reses en una manga, a los que titubeasen en entrar en el juego de la corrupción bonaerense, eran muchos y poderosos.

El camino que nos llevaba a Don Manolo había empezado años antes. Cuando Isidro ideó Puerto Trinidad y comenzó a armar el plan para su lanzamiento, financiación y ejecución, naturalmente se contactó con miembros del Honorable Consejo Deliberante de Berazategui para exponer su proyecto. Ante nuestra sorpresa, con una rapidez digna de las empresas más eficientes del mundo, el HCD promulgó una ordenanza que proponía un cambio en la zonificación del predio, pasándolo de zona rural a zona urbana. Con igual velocidad y eficiencia, la Dirección Provincial de Hidráulica promulgó lo que ellos llaman la pre-factibilidad, donde también daba, en líneas muy generales, la luz verde al proyecto. Todo esto, que conste, antes de que se hubiera juntado un centavo de capital, o una única topadora hubiese ingresado en el predio.

Cuando me enteré de todo esto, yo empecé a dudar sobre mis prejuicios sobre la corrupción en la provincia. Después de todo estábamos en plena época de Menem, y tantos decían que Argentina había entrado al primer mundo... ¡Quizá me podría escudar en mi doble apellido y en los rigores contables de KPMG para evitar las redes de la corrupción! Quizá yo y los otros directivos de Puerto Trinidad nos podríamos ufanar en el futuro que hacer negocios en Argentina ¡era posible! sin ensuciarse las manos. Tal vez la gente de Berazategui entendía que nuestro proyecto generaría fuentes de trabajo para sus habitantes...

Para usar una expresión argentina, ¡que gil! Lo único que la burocracia intrínsecamente corrupta había producido con rapidez y eficiencia no significaba nada más que un anzuelo. Un anzuelo que nos lanzaría con alma y cuerpo al proyecto, suponiendo que una vez dadas las primeras aprobaciones el resto seguiría naturalmente. Pero no. El resto no siguió nunca porque los que nos dieron los permisos iniciales sabían que cuanto más tiempo pasase, más desesperados estaríamos para conseguir los permisos, y por lo tanto más dispuestos a pagar lo que hiciera falta, al que hiciera falta.

Y en eso estábamos cuando nos contactó en emisario del Consejo. Seguramente ya nos suponían cansados o derrotados. El éxito comercial de Puerto Trinidad había sido algo sin precedentes en la historia de los countries del conurbano, y seguramente también se imaginaban nuestros cofres llenos de dólares y listos para cerrar la transacción de una vez por todas.

Lamentablemente cometieron dos errores. Uno, no tomaron en cuenta que pese a lo desesperados que estábamos para la obtención de los permisos, todavía quedaba algo llamado conciencia que se negaba a pagar coimas. Así de simple. El otro, nunca presentaron una transacción que fuese suficientemente clara como para, al menos, considerar ignorar nuestra conciencia.

Así que cuando se armó la reunión con el representante de Berazategui, el Directorio de Puerto Trinidad contactó a la gente de Moreno Ocampo (derecha), devenido por aquel entonces en paladín de la lucha anti-corrupción, y representante en Argentina de una organización llamada Transparency International. Y mientras el barbudo con el traje chico se sentaba incómodo en una silla de madera en Don Manolo, una escribana y un técnico de Transparency International lo equipaban a Isidro con una minúscula filmadora en la corbata y un grabador oculto para documentar el intercambio.

Isidro estaba bastante nervioso con toda la situación, y antes de salir entró a mi oficina y me preguntó si veía algo en la corbata. Y por mas que miré cuidadosamente no encontré la filmadora, que estaba hábilmente camuflada en el diseño de la seda. Animado tal vez por la invisibilidad de la filmadora, Isidro cruzó la calle para oír la demanda del barbudo. La demanda era simple. El pago de $500,000 dólares de coima. A cambio obteníamos nada más que la buena voluntad del intendente Infanzón, y, por consiguiente, de Duhalde. Y si nos portábamos bien, algún día saldrían los permisos.

De vuelta a la oficina, y con la presencia de la escribana y el mismo técnico, Isidro llamó al “Gordo” Infanzón, para preguntarle si el emisario actuaba en su nombre y contaba con su aval. El Gordo dijo que sí. Con estos documentos, la escribana escribió más tarde un resumen de lo actuado, que se archivó en las oficinas de Moreno Ocampo (que naturalmente cobró sus cuantiosos honorarios por este servicio). Pero Moreno Ocampo al menos nos dio una gratis. Una de las razones por la que lo contratamos fue que, supuestamente, tenía “llegada” al entonces Gobernador Duhalde (izquierda). Y efectivamente, a las pocas semanas de la entrevista en Don Manolo, Moreno Ocampo se encontró con Duhalde y le contó lo ocurrido. Me dijeron que la reacción del Gobernador fue un jocoso “¡que boludo!”, refiriéndose a Infanzón. Si alguien estaba esperando que Duhalde reaccionase cual dama ultrajada al enterarse del episodio, se llevó una gran desilusión.

Con el pasar de los meses, los efectos negativos de la falta de permisos se hicieron cada vez mayores. Nuestro proyecto, pese a llevar invertidos más de 25 millones de dólares, seguía – al menos para los bancos y otras fuentes de crédito – tan en el aire como en el primer día. Y cuando en septiembre de 1999, las elecciones presidenciales que ganaría De La Rúa anunciaron el principio de la recesión que terminaría en el corralito, el corralón, el robo de los depósitos, el default, cinco presidentes en un mes y, tal vez peor que todo esto, Kirtchner, Puerto Trinidad empezó a hundirse lenta e inexorablemente.

Se trataron algunas cosas que llegaron cerca de una solución, pero al final del día nada funcionó. La casa que construí allí y en donde vivimos un año, la vendí a menos del 20% de lo que me costó, y mis sueños, como los de tantos accionistas que invirtieron plata y energía, quedaron truncos.

Me pregunto que será de la vida del emisario del Consejo. No sé ni donde vive ahora ni a qué se dedica. Pero no me sorprendería que cuando él mira para atrás y se acuerda de su misión a Puerto Trinidad, sea él el que se ríe y piensa para sus adentros “¡que boludos!” Lo triste que en la Argentina de hoy, tiene razón.

Alfonso

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