Regata Mar de Solis

Río de la Plata, febrero 1995

La primera vez que navegué en un barco a vela fue con mi entonces futuro cuñado, Pascal Stier (derecha). Él tenía un 30-pies llamado Kanaloa amarrado en Puerto Norte – frente a aeroparque – y cuando empezó a salir con Estela, uno de los programas obligados era salir a navegar. Me acuerdo que una o dos veces me invitó a mí también. Es más, recuerdo que una vez nos invitó a papá y a mí juntos. ¡Nada como un futuro cuñado tratando de hacer algunos puntos!

Confieso que me sentía bastante inseguro. Nunca aprendí a nadar de chico y lo más que puedo hacer ahora es mantenerme a flote por algunos minutos (¡siempre y cuando no me entre agua en la nariz!), así que estar en un velerito sacudiéndose en las olas me parecía muy estresante. Es más, sin experiencia, cada vez que el velero escoraba un poco yo no estaba seguro si se iba a terminar tumbando o que iba a pasar. Si sumamos algo de mareo, la receta no era muy propicia que digamos.

Para contrarrestar, ¡nada más canchero que navegar a vela en el Río de la Plata mientras los meros mortales se hacinan en la costa! Así que, cuando ya casado y habiendo pasado un par de años desde mi primera navegada a vela, Pascal se compró un Victory 34, el “Eclipse II” (izquierda, el barco de adelante!), yo me ofrecí a compartir los gastos de mantenimiento para tener acceso al velero e ir tomándole la mano y el gusto. Yo trabajaba en BB&V Consultores en San Isidro (no eran parientes...), y la verdad que algo de plata tenía, sobretodo si consideramos que era soltero y vivía con mis padres en el departamento de la calle Ocampo.

Y poco a poco le fui tomando el gusto... Al principio no tanto a la navegación en sí, pero a lo que pasaba después: Juntarse abajo a tomar algo, o sentarse en el cockpit a mirar la puesta de sol y conversar sobre las vicisitudes del día. Ahora entiendo porque los marineros tienen tantos cuentos... Cada detalle de un día arriba de un barco puede ser ampliado hasta convertirlo en un cuento largísimo. Descubrí que navegar a vela nos llevaba a otra dimensión. Una dimensión a la que no estábamos acostumbrados por culpa del ritmo frenético de la vida en tierra. Una dimensión donde circular por la superficie a 18 kilómetros por hora es considerado “rápido”. Donde el viento afectaba las decisiones que uno tomaba, minuto a minuto.

Al cabo de algunos meses, me animaba a timonear solo, y finalmente, pude salir sin Pascal a dar algunas vueltitas a lo largo de la costa de Buenos Aires. Mi amigo Pablo Corradi nunca me va a dejar olvidar el día que los invité a él y a su mujer (creo que entonces novia) Leonor a dar una vuelta. El Eclipse tenía piloto automático y enrollador en el “genoa” de adelante también automático, por lo que no era difícil navegarlo sólo, siempre y cuando uno no tratara de subir el spinnaker o navegar con muy mal tiempo. De todas maneras, le había pedido a Pablo que se ocupe de algunos cabos, ya que descubrí que nada mejor para combatir potenciales mareos que tener a la gente ocupada arriba del barco. En eso estaba Pablo cuando me pregunta si el Eclipse era un barco que alguien podía navegar sólo y yo – con mi habitual falta de finesse – le contesté “y... ¿qué crees que estoy haciendo?” Lo gracioso es que seguimos siendo amigos, y hoy por hoy es el padrino de Alfonso (n).

El punto alto de mi vida de navegante fue durante una semana en febrero de 1995, cuando participamos con el Eclipse en la Regata “Mar de Solís”, organizada por el Yacht Club Argentino. La idea era combinar una semana de crucero por el lado uruguayo del río con una regata, y nos anotamos con el Eclipse, capitaneado por Pascal, y tripulado por Enrique y Verónica Seeburger, José Barceló, Estela y yo. Enrique Seeburger, un tipo que lleva la navegación en los genes, venía navegando con nosotros hace un tiempo, y trajo a su hermana. José Barceló (derecha), un chileno amigo de Pascal, se prendió también.

Para mí que siempre me gustó la competencia, las regatas son lo más divertido que hay. Me atrae estar pendiente de donde están los otros barcos, y monitorear todos los indicadores de nuestro progreso como la velocidad, distancias recorridas, vientos, abatimiento... todo eso. Nuestro “enemigo” en esta serie de regatas en particular era el “Star”, un velero un poco mas chico que el nuestro pero dentro del mismo grupo, también anclado en Puerto Norte.

Como el Eclipse era un barco mas bien pesado, y no diseñado para regatas, siempre perdíamos cuando las condiciones de olas y viento eran suaves. Pero cuando el tiempo empeoraba, ¡el Eclipse se despertaba y corría como el mejor! De hecho la mejor actuación nuestra, y la etapa que ganamos indiscutiblemente en nuestra clase fue uno de los tramos que se corrió frente al Arroyo Cufre, cerca de la ciudad uruguaya de Sauce.

La largada, a media mañana, fue espectacular. El viento soplaba con fuerza y venía de popa, por lo que todos pusimos los coloridos spinnakers para la largada. A medida que nos alejábamos de tierra, el tamaño de las olas y la fuerza del viento fue aumentando, y tuvimos que bajar el spinnaker para no ser tumbados por el viento. Nunca navegué tan rápido como en ese tramo de la regata. Si mal no recuerdo, alcanzamos los 12 nudos, todo un récord para el Eclipse, al menos conmigo arriba.

Pero la navegación se puso más interesante cuando tuvimos que virar, enfilar hacia tierra y empezar el regreso. Proa al viento, con olas bastante grandes, el velero subiendo y bajando las olas, salpicando por todos lados, y todos con las piernas colgando del lado más alto del deck. No había traje de agua suficientemente impermeable para mantenernos secos, y al poco tiempo Estela terminó tirada en el piso de la cabina, en medio de velas empapadas y sin doblar, papeles mojados y no sé cuanta cosa más, vomitando todo lo que había comido en las últimas horas... y lo que no había comido también.

Pero como no había otra que seguir, así seguimos hasta llegar (¡primeros!) a la boya que indicaba la entrada del puerto, la escollera y la tan ansiada calma. Una vez en la amarra, y pasada la parte dura nos sentíamos campeones. Finalmente habíamos ganado una carrera ¡y en condiciones infernales! No me acuerdo bien, pero seguro que habremos ingerido algún líquido “espirituoso” para celebrar, y al poco tiempo el velero parecía una villa miseria, llenos de velas y ropa de todos colores y tamaños, secándose colgadas de cuanto cabo o cable se podía encontrar.

Esa noche hubo una comida en algún club cercano al puerto, y fue nuestra oportunidad de pavonearnos frente a los demás participantes, e intercambiar historias de la mojada jornada. Un par de días después, la regata terminaba con una muy reñida carrera entre el Star y el Eclipse, cuando, de noche y guiándonos por las luces de la costa de Buenos Aires, le fuimos ganando terreno (¿agua?) metro a metro, para entrar prácticamente juntos a la rada del Yacht Club Argentino en Puerto Madero.

Crease o no, nunca me enteré de los resultados finales y oficiales de la regata. Pero nadie nos iba a sacar esa semana bárbara que pasamos navegando en la costa uruguaya. Y después de esa regata frente al Cufre, pocos vientos u olas me asustaron demasiado en el Río de la Plata.

Pasarían unos meses todavía hasta que la conociera a Dolores, y una vez más, al igual que Pascal con Estela, el velero me dio una mano en conquistar a la mujer de mi vida. Pero nunca correríamos una regata juntos. Es algo que nunca tuvimos, y no creo que tengamos nunca.

Alfonso

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