Armas

Argentina / Estados Unidos / Sudáfrica

Como a cualquier chico sano me gustaban las armas. Primero de juguete, naturalmente. Me acuerdo que para mi primera comunión (tenía yo 6 años recién cumplidos), uno de los amigos de papá y entonces miembro de la TFP, Julio Ubbelohde (hoy sacerdote de Los Heraldos del Evangelio) me regaló una súper ametralladora de plástico, con ruidos y luces varias. En la fiesta post-primera comunión en la casa de mis padrinos, yo estaba encantado con el juguete nuevo y posé para varias fotos con mi impecable traje de Eaton, banda colorada con el león rampante de la TFP y mi ametralladora.

Además del surtido habitual de revólveres de plástico (o de lata en el caso de los más relistas revólveres “a cebita”), me acuerdo de una cerbatana que tiraba flechitas con punta de goma. Vivíamos entonces en un departamento en la calle Araoz, y me acuerdo que adquirí bastante puntería con la cerbatana en cuestión, para molestia de mis hermanos que eran el blanco habitual de mis proyectiles plásticos.

Con el tiempo, fui creciendo y mis primos Beccar Varela Amadeo me introdujeron a los rifles de aire comprimido. Eran unos cuyo caño se plegaba una vez bombear el aire comprimido. Con unos proyectiles de plomo, nos dedicábamos a cazar (o tratar de cazar) palomas torcazas en el frondoso monte del Porvenir. Unas pocas caían muertas instantáneamente cuando el balín les pegaba en la cabeza o les atravesaba el corazón. Otras (la mayoría), caían revoloteando con diferentes grados de energía, haciendo ruido entre las hojas secas de los eucaliptos. Me acuerdo de la sensación que me daba en la mano el cuerpo caliente de la paloma, que generalmente terminaba siendo devorada por alguno de los muchos perros que nunca faltan en el campo.

En una de nuestras cacerías, me acuerdo de haber salido un día a caminar con mi primo Mario. Estábamos en una avenida de tierra que unía el parque con una manga distante, y las cuatro filas de árboles plantados a los costados todavía eran suficientemente jóvenes que no sus copas no se habían cerrado sobre el camino. Ahí, sobre nosotros, apareció un gavilán, blanco con las puntas oscuras, y se quedó flotando sobre nosotros, moviendo sólo la punta de las alas. Este blanco perfecto (pero difícil) no podía ser ignorado, y le dirigimos varios tiros. Una vez nos pareció oír un “thud” y pensamos que le habíamos dado, pero el bicho ni se inmutaba, y seguía en su lugar, flotando desafiante sobre nosotros. ¡Tenía suerte que no teníamos escopetas!

De chico también me familiaricé con las armas cortas. No olvidemos que crecí en plena época del terrorismo, así que papá circulaba, sobretodo de noche, con un revólver Taurus .38, al que había bautizado de “Cura Locos” y que quedaba de noche en su mesa de luz. Gracias a Dios nunca tuvo que desenfundarlo ni curar de forma definitiva a ningún loco, pero sí me acuerdo de una anécdota divertida sobre el tema.

Como dije, vivíamos en el 5to piso de un departamento en la calle Araoz, y una de las vecinas del piso era una cordobesa mayor, casada con un tal Ángel (a quien con la bondad habitual de los niños habíamos bautizado de Ángel Caído). Mi hermano menor, Luis, que por aquel entonces era bastante tartamudo, un día se la encontró en el pasillo, y a cuento de no sé que le dijo: “Papá duerme con un cura loco.” La mujer, toda alborotada le contestó “no digas eso m’hijo!”, pero me pregunto si a la noche, cuando papá invitaba a algún miembro de la TFP como Jorge Storni, o mi tío Francisco Ibarguren a comer, si la cordobesa no estaría espiando por el postigo de su puerta preguntándose si efectivamente alguno de ellos no sería el “cura loco” al que se había referido Luis…

Además del .38, papá también tenía un Taurus .32 que guardaba “escondido” (no hay muchos escondites para chicos que no tienen nada que hacer a la tarde…) en su ropero. Me acuerdo que un día, encaramado sobre los cajones, llegué al escondite arriba de todo, y saqué el .32. Mi hermano Carlos estaba en el cuarto, y no se me ocurrió nada más divertido que apuntarle con el revolver, con la misma naturalidad que si fuera un revolver de juguete. ¡Para que! Carlos, que sabía perfectamente en el lío que me iba a meter a mí si papá o mamá se enteraban de este pequeño incidente, lo usó durante meses para obligarme a no denunciarlo a él cuando se mandaba alguna de sus muchas travesuras.

Ya viviendo en el Eremo de Pilar, me acuerdo de mi primer tiro con escopeta en la quita cercana a José C. Paz (Ruta 197 y “los cables”). Teníamos atrás del lavadero un gallinero, con gallinas, naturalmente, y algunos conejos. Al lado del gallinero había un horno en el que quemábamos la basura. Toda esta zona era bastante mugrienta, y atraía perros mugrientos del barrio que nos rodeaba (barrio bastante mugriento también, dicho sea de paso). El colmo fue cuando un par de perros se terminaron metiendo en el gallinero, y se comieron algunos conejitos recién nacidos, arrancándolos de sus jaulas por entre los alambres que formaban el piso de la misma.

Hartos de las incursiones caninas y del desparrame de basura creado por ellos, decidimos no sólo cercar mejor la propiedad, sino que pusimos trampas estratégicamente ubicadas cerca del gallinero y el quemadero de basura. No tardó mucho en caer la primera víctima, un perro negro de mediana estatura, cuyo cuello había quedado atrapado en un lazo de alambre, atado a un arbol adyacente al gallinero. Ahí estaba el perro, paradito y seguramente esperando que lo suelten, cuando José Antonio sacó una escopeta, si mal no recuerdo una Remington ’16 de Arturo Hlebnikian, y me la dio para que acabe con el intruso.

La escopeta me parecía enorme, pero ni iba a dejar pasar esta oportunidad de usarla y vengar a los indefensos conejitos. Así que me paré en la galería adyacente al lavadero, apunté al perro que desde unos 15 metros nos miraba tranquilo, y apreté el garillo. Más que el ruido ensordecedor, me sorprendió como el perro se desplomó como si fuera un muñeco de peluche. Muerte instantánea. El jardinero lo enterró cerca del horno y pensamos que era el fin de la historia, pero parece que algunos vecinos estuvieron preguntando por el perro… y dado el estruendo del tiro, tenían sus sospechas… Por lo tanto, para no alarmarlos, decidimos que si caía algún otro perro en la trampa, tendríamos que usar un método más silencioso para disponer de él. Y así fue. A los pocos días, un perrucho marrón claro quedó atrapado durante la noche. A la mañana siguiente lo fui a buscar, y usando el mismo lazo hecho con cable eléctrico que ya lo atrapaba por el cuello, lo colgué del mismo árbol a cuyos pies había muerto el otro. Me sorprendió lo pesado que era. Y sin decir ni “guau!”, levantó un par de veces las patas de adelante y dejó de verse el vapor de su aliento en la fría mañana invernal. Será por esto, porque me distraje con alguna otra cosa, o porque nos habremos ido de viaje, pero no me acuerdo de más problemas con los perros del barrio.

La quinta en José C. Paz también fue testigo de una que otra “guerra” entre primos con rifles de aire comprimido. Al principio lo hacíamos con los balines comunes (¡si alguien quiere saber lo que es la adrenalina lo sugiero!), hasta que encontramos que las semillas de ese arbusto cuya flor llaman “limpia-botellas” eran del calibre perfecto, y empezamos a usar semillas, por las dudas. Gracias a Dios nunca nos lastimamos, y el único sufrimiento fue el calor y la copiosa transpiración debajo de las múltiples capas de ropa para amortiguar un posible balazo.

Mi primer arma de fuego me la compré en San Antonio, Texas. Vivía entonces con Juliernes Manzi y un buen día fui a K-mart y me compré una carabina .22 semiautomática de 18 tiros. Era una linda carabina que me acompañó por el mundo hasta que le perdí el rastro cuando unos ladrones entraron en la casa de mi primo Fernando Socas en San Isidro y le robaron esta y otras armas. Lamentable.

En Sudáfrica (país permisivo en materia de armas si los había), me compré primero un Lee Enfield MkIV (calibre .303) y después un Taurus .357 que portaba cada vez que salía a la calle. Me divertía bastante yendo con amigos a hacer tiro al blanco (no, ¡no era tiro al negro!) pero nunca salimos a cazar ya que era prohibitivamente caro. Al revolver lo vendí antes de volverme a Argentina, y el Lee Enfield me acompañó a Buenos Aires, donde decoró mi casa por un tiempo, con su bayoneta correspondiente.

Cada tanto lo sacaba para llevarlo al campo y divertirnos juntos. Mi Lee Enfield visitó el campo de los Socas en Entre Ríos, donde compitió con honor contra el FAL de Fernando, y en el Porvenir, es ese mismo camino sobre el cual, años atrás el gavilán nos había desafiado, la llevé a Titi para que tirara unos tiros conmigo.

Cuento para terminar, mi última y frustrada cacería. Julio Mayol, que administraba el campo donde esta el castillo de los Tornquist en la provincia de Buenos Aires, nos había invitado a una nutrida banda de cazadores aficionados a pasar un fin de semana, ya que, según él, había unos jabalíes que se estaban comiendo el maíz. Ahí fuimos, armados cada uno con por lo menos un arma de grueso calibre Pascal, Fernando, Cosme y yo. El viaje a Sierra de la Ventana fue agotador, y después de armar campamento en el parque, nos subimos todos a una camioneta F100 a patrullar el campo en búsqueda de jabalíes.

La camioneta saltaba de pozo en pozo, y en la caja iban los cazadores con reflectores y sus armas. Yo estaba tan cansado que me quedé adentro de la cabina, y el hecho que me pudiera quedar dormido en esa verdadera licuadora es un testimonio de lo agotado que estaba. En eso me despierta el estruendo del FAL de Fernando, el Brno .308 de Pascal y no sé qué más. Parece que al costado de un sembrado, se había asomado un ingenuo jabalí, ¡que recibió el susto de su vida! Digo susto porque cuando llegamos al lugar no había ni rastros del jabalí, que habrá seguido comiendo maíz de lo más tranquilo después que este grupo de cazadores se aburriera y se fuera a dormir.

Anoche miraba con Dolores las páginas de Beretta, Taurus, Smith & Wesson y otras en Internet. Pero ahora, compiten por mi billetera (sino por mi interés), cosas más prosaicas como comida, pañales, nafta o una biblioteca que necesitamos para que Victoria ponga su creciente número de libros. Pese a eso, las armas me siguen llamando y espero que algún día nos volvamos a encontrar.

Alfonso

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