Indios Rubios y Soldados con Trenzas

Azul, 1980-81

El otro día leía una frase que decía algo así como que “uno se pasa la vida de adulto tratando de recuperar lo bueno de la infancia”. Sea o no sea verdad, a mí me llevó de nuevo al pasado. A esa época donde otros me contenían y nadie dependía de mí... esa época inocente y feliz rodeada de mi familia... y de esa época, los mejores momentos que recuerdo se concentran en un lugar y en un tiempo: los veranos en el campo de María con mis primos y hermanos.

María, hermana mayor de mamá, era la dueña del campo. Pero habitualmente se lo prestaba a su hermano Hernán para pasar unos días en el verano. Así es como partíamos en dulce montón hacia la ciudad de Azul. Los hijos de Hernán y Micky, Micaela, Francisco, Magdalena y Teresa; los hijos de mamá: Juan, Mariano, Ana y yo (los demás se quedaban con mis padres en casa) y Merceditas, hija de Pablo. Eramos diez primos de edades similares, muy amigos y compañeros de colegio. Pasábamos un mes juntos disfrutando a lo grande! (En la foto, de izquierda a derecha, Mercedes, yo y Micaela, Enero 1980).

Hacíamos de todo y por lo general el día empezaba tempranito asistiendo a Misa en el Convento de Carmelitas de Azul. Nunca sentí ninguna inclinación hacia la vida religiosa, pero el silencio y la pulcritud del convento eran muy agradables. Mi prima Teresa (foto) les decía a las monjas que ella sería Carmelita cuando fuera grande... hoy, casada y con una hija, después de haber dado vueltas por el mundo, no estoy segura si se acuerda de sus promesas infantiles.

Al volver, tomábamos el desayuno y salíamos disparados a “agarrar los caballos”. Ya teníamos nuestros caballos preferidos y asignados, y rara vez intercambiábamos monturas. Juan, mi hermano, usaba una yegua petisa, tordilla, de formas bien criollas, que corría como el demonio! En cada tranquera se repetía la misma escena, Juan se bajaba para abrir las cadenas, pasábamos todos, Juan se subía y su yegua salía disparada cruzando el potrero hasta la próxima tranquera. No había modo de ganarle!! Y lo intentábamos en cada potrero, corriendo unas cuadreras dignas de mención. Galopar por los potreros era más lindo que hacerlo sobre algún camino, porque el pasto del suelo amortiguaba el impacto de los cascos del caballo y no sentías el golpe de cada paso justo ahí... arriba de la cadera y debajo de los riñones!! Y para hacerlo más cómodo aún evitábamos usar monturas inglesas y preferíamos un cuero de oveja sostenido con una cincha. Pero siempre alguno tenía que renunciar a la comodidad para llevar estribos y convertirse en el “abridor oficial de tranqueras “ ese día. Hasta que aprendimos a subir de un salto al caballo o a apoyarnos en la tranquera para dar el salto de gracia (pero para usar esta técnica había que tener un caballo dócil que se quedara quieto paralelo a la tranquera.. si no podías estar toda la mañana tratando de montar otra vez).

Cuando no galopábamos cual rayos por el campo, conversábamos llevando los caballos al paso... y yo siempre pensaba que “había que ser caballo” para estirar el cuello y arrancar con la boca las flores de cardo que se ponían delante. Pero mi prepotencia humanoide, se esfumó un día de verano... Como había perdido la carrera de caballos, me pusieron como prenda comerme una flor de cardo. Así que pinchándome los dedos arranqué una y le empecé a comer. Ahí me di cuenta de que los caballos son vivísimos!!! Porque, si bien el cáliz de la flor está cubierto de espinas pequeñitas, los pelos violetas de la flor son dulces!!! Y por eso eran tan codiciados por mis amigos equinos.

Arriba de los caballos también jugábamos a los “indios y soldados”. Los varones eran los indios, las chicas los soldados... una vez estábamos en plena cacería de indios cuando Juan perdió el equilibrio y se cayó, pero su pie había quedado enganchado en el estribo... yo galopaba atrás de él y lo veía arrastrarse por el suelo mientras su yegüita corría a toda máquina... En eso la yegua se dio cuenta de lo que pasaba, frenó y Juan pudo soltarse... una sonrisa nos confirmó antes que sus palabras que estaba bien. Y hablando de caídas... la peor que tuve en mi vida ocurrió ese mismo verano... galopábamos por un camino dentro del campo, en compañía del capataz y algunos peones. Ibamos todos. Yo galopaba junto al alambrado eléctrico. Al llegar a un poste el camino se abría 90 grados... y mi caballo decidió abrir el ángulo del grupo... Levanté la pierna izquierda para no golpearme la rodilla contra el poste del alambre, en el momento que la bestia giró... perdí el equilibrio y caí estrepitosamente en el suelo... recuerdo el ruido sordo dentro de mi cabeza al tocar el suelo, el gusto a polvo seco en mi boca y los ruidos distantes y en cámara lenta de los que venían conmigo. Pararon todos. El capataz desmontó y me ayudó a pararme. Yo estaba atontada (algunos dicen que nunca se me pasó....) y él me dijo que me había salvado por “esto” y me mostraba los dedos pulgar e índice casi tocándose... “el caballo que venía atrás tuyo, casi te patea la cabeza, por “esto” te salvaste!”. Volví a subir al caballo y fuimos, esta vez al paso, hasta la bomba de agua más cercana a mojarme la cabeza (qué cosa más tonta, no?... porque de haber una lesión no se iba a curar con un poco de agua fría... o si?)

Salíamos mucho con los hombres del campo a trabajar. Realmente nos gustaba. No sé si los ayudábamos mucho, pero supongo que algo sí... Invertíamos parte de nuestras vacaciones arriando hacienda de un lado a otro, bajo la supervisión del encargado... “hip, hip, haiba!!!” gritaba un peón revoleando el rebenque para armar el grupo de vacas y terneros que nos íbamos a llevar... y nos poníamos detrás de las vacas alertas a cualquier desvío de los animales. Una vez un ternero se fue directamente contra el caballo de uno de los chicos y lo chocó. El que estaba sobre el caballo se asustó, pero el capataz mandó a un peón a ocuparse del ternero ciego, y lo fue guiando a gritos, para orientarlo hacia el montón. También trasladamos caballos de un campo a otro. Y eso resultó mucho más complicado, porque los caballos son más grandes, independientes y corren más rápido. Fue una tarde de mucho galopar. Los caballos transpiraban profusamente, nosotros (todos de piel muy blanca aunque estábamos bronceados por el sol) con la cara colorada del calor y del esfuerzo, el pelo despeinado al viento y la sonrisa dibujada en la cara... Hasta que llegó el momento de desmontar... no podíamos volver a juntar las piernas!!! Caminábamos como borrachos de piernas curvas... hasta desplomarnos en un sillón del living, reclamando el derecho de ser el último en bañarse!!!

Otra vez nos encontramos con los peones junto a los caballos para salir a trabajar, cuando nos dijeron “mejor las chicas se quedan acá hoy”. Fue decir eso y nosotras ya estábamos sobre nuestras monturas con cara “a mí no me dejan atrás por ser mujer”. Y salimos todos rumbo a la “manga de las ovejas”. Ahí ya estaban las ovejas en un corral y los peones empezaron a correr y agarrar a los carneros. Cuando los tiraban al piso se acercaban el veterinario y el capataz para controlar los testículos de los animales. Poco tiempo nos tomó darnos cuenta de que efectivamente nosotras no teníamos nada que hacer ahí ese día. Discretamente nos subimos a nuestros caballos y volvimos al casco.

Si de día lo pasábamos muy bien, de noche también. A veces disfrutábamos de un rato de charla, cantos y lectura tirados en los sillones del living. Otras veces, con Hernán a la cabeza, nos subíamos a la camioneta y salíamos a cazar liebres!! Mica era la encargada del farol, porque tenía una vista de lince y les veía las orejas incluso cuando se agachaban para ocultarse en los montículos de tierra. Y una vez detectadas trataba de encandilarlas con la luz fuerte. A veces no lo conseguía y empezaba la correría. Hernán al volante, algunos en la cabina y los demás en la caja que se sacudía como una coctelera, persiguiendo la libre que corría a toda velocidad tratando de salvar su vida. Pero cuando finalmente se paralizaba frente a la luz, se estiraba como desafiándonos a disparar. Respetábamos muy bien los turnos de tiro y ... bang! Caía la liebre. Una noche yo estaba con el rifle en la mano, y había herido a mi presa. Me disponía a disparar otra vez para matarla, cuando Pancho salió corriendo en dirección a la liebre... Hernán, que siempre se paraba al lado del tirador, en un acto reflejo, estiró el brazo y levantó el caño del arma... Pero eso no hacía falta, yo estaba paralizada, con el dedo en el gatillo mirando a Pancho por la mira... de manera veloz y casi inconsciente había procesado toda la información y estaba rígida como una estatua... Bajé el rifle y Hernán salió al encuentro de Pancho, que ligó el reto del siglo!! (En la foto, Micaela y Teresa).

Como es de imaginar no teníamos televisión, y no la necesitábamos... Teníamos primos y hermanos, cuentos e historias, libros y caballos... y a la noche caímos exhaustos. Se cortaba el motor de la electricidad y quedábamos a media luz, iluminando nuestras conversaciones con los faroles de kerosene. Soñábamos despiertos con nuestros futuros... Hoy, pasados muchos años de esos veranos de ensueño, algunos estamos casados, todos tenemos hijos, y yo soy la única que vive fuera del país... y mi hermano Juan es el único que vive en Azul y puede revivir con sus hijos esos veranos en el campo de María, donde los indios eran rubios y los soldados usaban trenzas para reprimir los cabellos a viento...

Dolores

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