Puerto Trinidad... el Principio

Buenos Aires, mediados de 1996

Mi primer trabajo estable y remunerado lo conseguí por una recomendación de mi tía segunda, Amalia Aubone. Ella trabajaba en el Instituto de Altos Estudios Empresariales (IAE), la versión argentina del IESE en Navarra. Es una escuela de negocios del Opus Dei, y en la época que estoy hablando tenía su centro en la calle Agüero, a media cuadra de San Agustín. Amalia me presentó a Alberto Ballvé, uno de los profesores y directivos de la entidad, que a su vez mantenía un negocio paralelo de consultoría con dos socios en San Isidro.

Se ve que mi forma de trabajar (y sobretodo mis conocimientos de computación) lo impresionaron a Alberto, y organizó una entrevista para que me conocieran Rodolfo Vernet y Eduardo Bertello, sus socios. La empresa se llamaba BBV Consultores, usando las iniciales de sus tres apellidos. Tenían una oficinita en el número 1970 de la calle Tómkinson, al lado de una estación de servicio Sol, y a pocos metros de la esquina donde se ubicaba entonces la inmobiliaria de mi tío, Santiago Delacre.

Me contrataron para hacer de todo un poco en el frente administrativo, y por mis servicios yo les facturaba (si mal no recuerdo) unos $1.600 por mes (en la época del “uno a uno”). No pasaron muchos meses, y mi habitual viaje en el colectivo de la línea 60, “ramal Tigre” fue reemplazado por mi primer auto, un Falcon Futura 1978 que le compré a un santafesino que lo tenía estacionado en el mismo garage donde Pascal guardaba su auto, en Belgrano.

Tal vez cuente en más detalle algún otro día como me fue en BBV Consultores. Baste decir que conocí un buen grupo de gente, entre los que recuerdo a José Comín, Carlos Garaventa, Hugo Barilli, Cecilia Rago, Ricardo Iglesias, y de algunos de ellos me hice bastante amigo. Además, me enorgullezco de haberlo traído a la oficina a mi primo Fernando Socas, para que empiece a trabajar de cadete. Esto le dio a Fernando una oportunidad, ya que hasta aquel momento no había trabajado de forma estable. Si no me equivoco, continua ahí al día de hoy, habiendo crecido en responsabilidades (y sueldo, ¡espero!).


El hecho es que a mediados de 1996, en la época en que conocí a Dolores y por lo tanto empezaba a hacer planes más serios para mi futuro, BBV Consultores me empezaba a quedar un poco chico y mi trabajo me resultaba cada vez más incómodo. Unos meses antes Alberto Ballvé se había distanciado de sus otros dos socios, y la verdad que yo no veía mucho crecimiento futuro para mí en la empresa. Me acuerdo en casa de Dolores haciendo cuentas de hasta donde nos llevarían nuestros respectivos sueldillos, y la verdad que no era muy lejos.

Otro factor que me iba lenta pero inexorablemente desinteresando de BBV era que también en 1996 Isidro había vuelto de Estados Unidos e, insatisfecho con un futuro como abogado en el estudio de su padre, barajaba varias posibilidades de negocios. El que eventualmente cuajó, el desarrollo inmobiliario que después se llamaría Puerto Trinidad, me incluía en sus planes, también como Gerente Administrativo. Y cuando comparaba la oportunidad de ser parte de un negocio como el de Puerto Trinidad, con mis rutinas diarias en la calle Tomkinson… no era difícil entusiasmarse con las posibilidades de la primera y ver con desgano las pequeñeces de las segundas.

Si mal no recuerdo, el nombre de Puerto Trinidad, fue concebido a bordo del Eclipse II de Pascal. Habíamos salido a navegar Pascal, Estela, Isidro, Caro y yo. Era una de esas tardes típicas, tarde de “final de navegada”, cuando es hora de relajarse, poner proa al lejano puerto, y al compás de alguna música servirse un whisky u otra bebida espirituosa, y disfrutar del final del día, solos en el río. El sol ya se ponía sobre la silueta del microcentro porteño, cuando el tema salió de que nombre ponerle al emprendimiento inmobiliario que se estaba gestando.

Yo estaba comprando en ese entonces un lote en Santa María del Tigre, el primer desarrollo de Eidico en la zona de Benavídez, y voté para que el nombre tuviera alguna connotación religiosa. Conversa va, conversa viene, nos acordamos que la ciudad de “Santa María del Buen Aire” que lentamente pasaba a estribor, había tenido un “Puerto de la Santísima Trinidad”, que por una razón u otra el nombre nunca había perdurado. Nos pareció que Puerto Trinidad a la vez indicaba el carácter náutico del emprendimiento y nos pondría bajo la protección ya no de un Dios, ¡sino de tres! ¡Poco sabíamos entonces cuánto lo íbamos a necesitar!

Con su entusiasmo habitual, Isidro empezó a idear el proyecto de la nada. Inspirado en el éxito del emprendimiento de Eidico, la idea simple era crear una empresa que recibiera los fondos de los compradores, y con estos fondos desarrollar un barrio “al costo”, por decirlo de alguna manera. Nuestra ganancia o “negocio” estaría en retener áreas comerciales o residenciales a ser vendidas (ya no al costo) una vez que el proyecto estuviese terminado y manejar la administración presente y futura del emprendimiento. Hay que aclarar que en la Argentina menemista de aquel entonces, se estaba dando un verdadero “boom” inmobiliario, y no parecía imposible vender un barrio, aunque, fiel al estilo de Isidro, ¡Puerto Trinidad era el más grande de todos!

Supusimos correctamente que nuestro apellido nos iba a dar una ventaja competitiva a la hora de vender el proyecto. Además, teníamos familiares estratégicamente ubicados, dueños de empresas relacionadas al rubro. Y, seamos francos, aunque el entusiasmo de Isidro era contagioso, era más fácil convencer a un familiar a trabajar “a futuro” en la fase inicial, que convencer a otro.

Fue así que Emilio Beccar Varela (o Beccar Varela – SEPRA) desarrolló el plano y concepto original del barrio. Santiago Beccar Varela (o SBV Operadores Inmobiliarios) estaba posicionado para ocuparse de la comercialización del proyecto. Ricardo Beccar Varela, que acababa de construir un edificio en la Avenida Alem era el candidato ideal para dirigir las obras. No estoy seguro (porque no estaba tan metido en aquel entonces) cuan largo fue el período de gestación de la idea. Sé que cuando se hizo el primer plano, la tierra ya estaba identificada.

El plano con lotes de colores.

Isidro había encontrado una parcela lindera con la recientemente inaugurada Autopista Buenos Aires / La Plata. Era una extensión de unas 330 hectáreas, que medía aproximadamente un kilómetro de ancho por cuatro de largo, y lindaba no sólo con la autopista pero también con el Río de la Plata. Realmente la ubicación no podía ser mejor para nuestro propósito. Este campo estaba vacío, y no tenía más que unas vacas (de dudoso dueño, como veremos más adelante). Estas vacas mantenían aproximadamente dos tercios de la superficie relativamente despejada, pero el tercio lindero al río era una verdadera selva, llena de mosquitos y altamente inundadle con cada sudestada.

La dueña del lugar era una empresa de La Plata, dedicada a la venta de autos marca Renault llamada Contín S.A. Aparentemente habían comprado estas hectáreas unos diez años antes, para especular con una suba de precio con la construcción de la autopista. Mario Contí, un barbudo desalineado, había nombrado apoderado para negociar la venta del campo a un personaje novelesco llamado Omar Saavedra.

Saavedra era (o es) un tipo bajito, cara grande, ojos chiquitos y de transpiración fácil. Se lo veía habitualmente de traje, pero no se lo veía cómodo. Ahora que pienso, Puerto Trinidad me introdujo a un gran número de individuos que usaban traje pero claramente no lo disfrutaban… Saavedra era un buen ejemplo de un tipo humano común en la Argentina: el Operador. El Operador es un intermediario, que generalmente se enriquece gracias a los contactos que tiene (o dice tener). El Operador no aporta mucho, pero gana cuando ambas partes prefieren no negociar directamente. El Operador promete mucho y cada tanto cumple, pero no siempre. El Operador se rodea de una aureola de poder e influencias y cuando hace falta, miente para mantener esta aureola.

Saavedra fue el primer (y único) tipo que conocí en mi vida que circulaba con por lo menos dos teléfonos celulares. Estos lo mantenían en un constante estado de actividad, y no parecía preocuparle en lo más mínimo interrumpir conversaciones para contestar a media voz y a las apuradas llamados varios. Supongo que era todo parte del show, de la imagen que tenía que cultivar. También solía rodearse de tipos de estilo sindicalista, con un “look” de guarda espaldas que lo acompañaban de acá para allá.

Una vez que Isidro verificó que efectivamente este personaje era el apoderado legal de los dueños del campo, negoció con él una Opción de Compra, para de alguna manera “atar” la disponibilidad de la tierra y afinar el lápiz en cuanto a la viabilidad del proyecto. La Opción, si mal no recuerdo por tres o seis meses, era gratuita y marcaba el precio del campo en diez millones de dólares.

Del otro lado de la Opción quedaban dos alternativas. O se abandonaba esta parcela (y probablemente la idea del proyecto) o se negociaba una forma de pago que se condijera con las posibilidades del momento. El problema era que hasta ahora, no sabíamos con ninguna seguridad que recepción tendría la idea en el público. Y no había forma de presentar la idea de forma razonable sin invertir en algún tipo de publicidad y preparar un equipo de venta.

Pero justamente, invertir plata contante y sonante era el paso que ninguno de mis queridos familiares estaba preparado a dar (o en condición de hacer). Y todo hubiera probablemente terminado ahí de no haber aparecido un inversor que proveyó los fondos para el puntapié inicial a cambio de que el Ingeniero Hardoy se sume a los socios (Isidro, Santiago, Emilio y Ricardo) preexistentes.

La inclusión de Emilio Hardoy y los fondos que esto significó lanzaron entonces la primera fase de comercialización de Puerto Trinidad. Las vicisitudes de Puerto Trinidad, de récord nacional de ventas a bancarrota son muchas y fascinantes, y serán tema de futuros recuerdos. Pero este fue el principio.

Alfonso

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