Bibliotecario

Mt. Kisco, Nueva York, 1983

Los libros y yo somos amigos desde la infancia. Mamá siempre cuenta con orgullo que cuando me llevó al Colegio Labardén para anotarme en primer grado, la directora no estaba segura de mis habilidades en materia de lectura, por lo que simplemente me puse a leer la copia de La Nación que estaba en el escritorio. Supongo que eso la convenció que por lo menos en ese frente no iba a tener problemas de aprendizaje.

Años después, cuando nos mudamos de La Lucila al departamento de la calle Araoz, me acuerdo de haber leído en muy pocos días un libro de la colección Robin Hood titulado “Cartago en Llamas”. Todavía veo la cara de un soldado romano, con su casco y plumas coloradas, gritando desde la tapa del libro. También en esa época fue que descubrí la inagotable fuente de libros llamada Julio Verne. Cosme y Mario tenían en su casa una colección completa de sus obras. Era una edición vieja, libros de páginas grandes y ya medio amarillentas, texto en dos columnas, y con los grabados tan populares en el siglo XIX, estilo Gustave Doré. Los libros no eran muy gruesos, por lo que los cuentos más largos venían en varios tomos.

Uno de esos tomos, el primero de “Las Aventuras del Capitán Hatteras”, fue el primer libro que leí entero en un día. Una hazaña que me costó retos en el colegio al día siguiente, ya que leer un libro entero sólo había sido posible desechando cosas menos importantes como “los deberes”. Creo que por un tiempo le prohibieron a Cosme que me pasara más libros de la colección, pero la veda duró poco, y puedo decir que si no me leí las obras completas, le pasé cerca. Hoy, la colección está en La Milagrosa, la estancia de Tío Cosmín al sur de la provincia de Córdoba, y tengo un “feeling” que no será leída por ningún otro chico.

Más tarde, cuando me quedé solo en Argentina, cuando papá y mamá viajaron a Estados Unidos, no tardé en abandonar mis estudios secundarios y dejé de dar los “exámenes libres” a fin de año. ¡Pobre Tío Cosmín! Insistía en mis estudios, pero le faltaba el peso de la autoridad paterna, que se encontraba a miles de kilómetros. Dándose cuenta que no iba a poder obligarme a estudiar, hicimos un pacto:¡Está bien!, no iba a estudiar más, pero que al menos me comprometía a seguir leyendo libros de historia. Recuerdo que me regaló, para cementar el acuerdo, una biografía bien gorda de Santo Tomás Moro, que me leí integra.

Fue de chico que me leí los ocho tomos de la Historia de las Cruzadas de Michaud, los tres tomos de la Historia de Los Girondinos de Lamartine, los voluminosos libros de William Thomas Walsh, La Rusia de los Zares de Paleologue, y tantos otros que me abrieron los ojos a la historia. Leer me encantaba. Me sentaba en un sillón en el Eremo de Pilar y podía pasar horas y horas pasando las páginas. Preferentemente con música de fondo. Como siempre le digo a Dolores, es uno de los pocos gustos de mi vida de soltero que sé que he perdido para siempre, y a veces lo extraño.

Cuando finalmente me fui de la TFP Argentina para irme a vivir al magnífico Estate de la TFP Americana cerca de Mt. Kisco, Nueva York, no tarde en darme cuenta que en la sede no había una buena biblioteca. O mejor dicho, había una espléndida biblioteca, vacía.

La biblioteca construida para el millonario Tucker a principios del siglo XX (millonario porque estaba casado con una de las hijas de Edison, y era por lo tanto accionista importante de la compañía eléctrica ConEdison), era una gran sala ubicada en la punta de una de las alas de la gran mansión. Totalmente recubierta en madera, la sala tenía también un gran ventanal, el famoso “bow-window”, que daba al parque por el que frecuentemente se veían ciervos caminar. Pero los estantes estaban vacíos, o casi. En pocas semanas ya me había leído los pocos libros que valían la pena, y me quedé con ganas de más.

Hasta que un día se me ocurrió hablar con Luiz Antonio Fragelli, el jefe en aquel entonces – y aún hoy – de la TFP Americana, y le propuse que si me nombraba encargado de la biblioteca y me daba unos $100 dólares por mes para comprar libros, yo le iba a armar una súper-biblioteca que iba a ser el orgullo de la casa y fuente de lectura y recogimiento para todos. Quiero darle el crédito de haber aceptado la idea, y durante los casi dos años que estuve a cargo de la biblioteca, nunca dejó de apoyar mi autoridad en la misma, pese a que terminé implementando algunas políticas que ni a todos les caía bien.

Pero eso estaba en el futuro. De momento, me encontré con una biblioteca vacía, sin libros, sin muebles, y con una gran foto gris (porque ni siquiera era blanco y negro!) de Nuestra Señora de Coromoto, patrona de Venezuela, sobre la chimenea de mármol. Me hice muy amigo de John Drake (uno de los muchos Drake que poblaron la TFP Americana...), y lo recluté para que me ayudara. A medida que nos iban dando nuestra cuota mensual, empezamos a recorrer “book-sales”, a suscribirnos a clubes de libros, a anotarnos para recibir catálogos, y de a poco los estantes se fueron llenando.

Pero una buena biblioteca no tiene sólo libros. Mandé a hacer una gran mesa de roble, conseguí unos sillones de cuero, estilo “capitoné”, compré un barómetro, instalé un equipo para tener música de fondo, instalamos luces... y un día miré la foto gris de Nuestra Señora de Coromoto y me di cuenta que me estaba tirando la calidad de la biblioteca abajo. Había que cambiarla por una foto o un cuadro más acorde con el estilo de la biblioteca. Ciertamente más colorido.

Me acordé de haber visto en un libro que teníamos en casa cuando éramos chicos una foto de un cuadro de Carlomagno, con su corona, manto imperial, y teniendo en una mano una espada y en la otra esa bola con la cruz arriba que representaba al mundo entero. Y no sé por qué se me ocurrió que esa foto quedaría muy bien en la biblioteca. Ciertamente las proporciones del cuadro eran las del espacio disponible, empotrado en la pared arriba de la chimenea.

A esa altura, la biblioteca ya se había convertido en una de las salas más “populares” de la casa, pese a que yo la cerraba con llave cuando yo o algún otro de mis asistentes no estaba físicamente presente, ya que yo imponía el silencio en la sala para facilitar la lectura de los que quisieran leer. Pero el ambiente de la biblioteca era muy elegante, sobrio, y lamentablemente llamaba a sentarse en uno de los sillones junto al “bow-window” a conversar. Me acuerdo como si fuera hoy, charlando con Javier Arcos Pérez y Tonelli (uruguayo y brasileño respectivamente) sobre la foto de Carlomagno que quería poner. Ambos me dijeron que sería mucho mejor poner en ese lugar una gran foto del Dr. Plinio. Según ellos, una foto de Plinio iba a crear un ambiente mas “bendecido” en la sala, y ciertamente esa era una creencia bastante común, ya que fotos de Plinio o de su madre, de todas las edades, empezaban a aparecer en cuanta pared había disponible.

Justamente usé este argumento para justificar mi foto de Carlomagno, diciendo que ya había fotos del fundador por todas partes, y que no nos olvidemos que la casa era visitada por mucha gente, incluyendo personalidades de la política americana, y que teníamos que tener al menos una sala donde la omnipresente foto de Plinio estuviese ausente. No creo que mis argumentos los haya convencido demasiado, pero a los pocos días ahí estaba la foto de Carlomagno, que empezó a vigilar la biblioteca desde su posición privilegiada arriba de la chimenea.

Mientras tanto seguíamos adquiriendo libros. Teníamos libros de historia, de todas las épocas. Biografías, magníficos álbumes de fotos, enciclopedias, textos de religión y teología y muchos libros más. Compré un registro en el que anotaba quién sacaba qué libro y cuándo lo tenía que devolver, y poco a poco las páginas se fueron llenando. Chicos y grandes, y algunos más que otros, venían a la biblioteca a sentarse un rato, en la mesa o en el sillón, a leer.

Dije antes que reconozco el mérito de Fragelli de haber apoyado la iniciativa de la biblioteca, porque en algunos círculos más influyentes de la TFP, leer no era muy bien visto. Me acuerdo que en uno de mis viajes al Praesto Summ, una de las sedes de la TFP en Brasil, fui acusado, en la ceremonia de ingreso a la institución, de haber “llenado la biblioteca de la TFP Americana de libros sobre la 2da Guerra Mundial” (lo que era simplemente mentira), y “de estar subscripto a la revista TIME” (otra gran ofensa, aparentemente). Es más, en la TFP se usaba una expresión para referirse a los que leían mucho: “caneca amasada”, que quiere decir jarro abollado. No me acuerdo bien el origen de la frase, pero me parece que se remonta a un viaje de Plinio a Roma antes o durante el Concilio, cuando fueron a visitar a algún teólogo muy estudioso, y vieron que tenía sobre su mesa un jarro abollado. Y de ahí quedó esta caracterización despectiva para los que consideraban demasiado volcados a la lectura en lugar de cantar con más entusiasmo las loas de la causa o de Plinio. El cartel que me pusieron en el Praesto Summ, en penitencia por mis lecturas desordenadas de la revista TIME y muchos libros más, decía en letras grandes “¡LEO MUCHO PERO AMO POCO!”. Circulé con este cartel en mi espalda durante semanas, y confieso que pensé para mis adentros: “si esto es lo peor que tienen para decirme... ¡no estoy tan mal!”

Finalmente, de vuelta en Nueva York, cuando llegó la hora de irme a África del Sur, dejé con tristeza la biblioteca que había construido durante esos dos años. Me acuerdo que cuando cada tanto me encontraba con algún norteamericano, siempre les preguntaba por la biblioteca, como si estuviera interesándome por una persona. Y cuando me enteré, años después, que la casa había sido demolida para dar lugar a un desarrollo inmobiliario, me dolió pensar en esa biblioteca y en todos los buenos recuerdos que todavía me quedan de ella.

Alfonso

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