TFP. Algunos Temas de Fondo

El 1ro de Enero de 1951 se publicó el primer número de la revista “Catolicismo”, que durante años sería la publicación oficial de la TFP Brasileña. En esta edición, Plinio Correa de Oliveira publicó un artículo, “La Cruzada del Siglo XX”, en el que se pueden encontrar algunos de los fundamentos sobre los que la TFP inicial basaría su forma de ver al mundo. Transcribo los dos últimos párrafos del artículo:

“… lo propio de la Iglesia es producir una cultura y una civilización cristiana. Y producir todos sus frutos en una atmósfera social plenamente católica. El católico debe aspirar a una civilización católica como el hombre encarcelado en un subterráneo desea el aire libre, y el pájaro aprisionado tiene ansias de recuperar los espacios infinitos del cielo.”

“Es ésta nuestra finalidad, nuestro gran ideal. Caminamos hacia la civilización católica que podrá nacer de los escombros del mundo de hoy, como de los escombros del mundo romano nació la civilización medieval. Caminamos hacia la conquista de este ideal, con el coraje, la perseverancia, la resolución de enfrentar y vencer todos los obstáculos, con que los Cruzados marcharon hacia Jerusalén. Porque si nuestros mayores supieron morir para reconquistar el Sepulcro de Cristo, ¿cómo no querremos nosotros -hijos de la Iglesia como ellos- luchar y morir para restaurar algo que vale infinitamente más que el preciosísimo Sepulcro del Salvador, esto es, su reinado sobre las almas y las sociedades, que Él creó y salvó para que lo amasen eternamente?”

Esta visión (o este llamado) era perfectamente compatible con las enseñanzas de la Iglesia que hasta Pío XII veían la necesidad de una “alianza” para decirlo de alguna manera entre la Iglesia y el Estado. Me acuerdo, por ejemplo, que en la TFP no se cesaba de repetir parte de la Encíclica Immortale Dei, de León XIII. Transcribo abajo una parte, porque también describe de forma clarísima lo que en la TFP se vivía como la relación ideal entre la Iglesia y el Estado:

“Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. En aquella época la eficacia propia de la sabiduría cristiana y su virtud divina habían penetrado en las leyes, en las instituciones, en la moral de los pueblos, infiltrándose en todas las clases y relaciones de la sociedad. La religión fundada por Jesucristo se veia colocada firmemente en el grado de honor que le corresponde y florecía en todas partes gracias a la adhesión benévola de los gobernantes y a la tutela legítima de los magistrados. El sacerdocio y el imperio vivían unidos en mutua concordia y amistoso consorcio de voluntades. Organizado de este modo, el Estado produjo bienes superiores a toda esperanza. Todavía subsiste la memoria de estos beneficios y quedará vigente en innumerables monumentos históricos que ninguna corruptora habilidad de los adversarios podrá desvirtuar u oscurecer. Si la Europa cristiana domó las naciones bárbaras y las hizo pasar de la fiereza a la mansedumbre y de la superstición a la verdad; si rechazó victoriosa las invasiones musulmanas; si ha conservado el cetro de la civilización y se ha mantenido como maestra y guía del mundo en el descubrimiento y en la enseñanza de todo cuanto podía redundar en pro de la cultura humana; si ha procurado a los pueblos el bien de la verdadera libertad en sus más variadas formas; si con una sabia providencia ha creado tan numerosas y heroicas instituciones para aliviar las desgracias de los hombres, no hay que dudarlo: Europa tiene por todo ello una enorme deuda de gratitud con la religión, en la cual encontró siempre una inspiradora de sus grandes empresas y una eficaz auxiliadora en sus realizaciones. Habríamos conservado también hoy todos estos mismos bienes si la concordia entre ambos poderes se hubiera conservado.” (Immortale Dei, Roma 1/11/1885)

La TFP original (dejando de lado por un momento la futura para-orden religiosa) se nutría – entre otras cosas – de este párrafo de León XIII. El él encontrabamos todos los elementos para dar a jóvenes católicos, idealistas y con sueños de un mundo mejor, un poderoso antídoto contra el relativismo, inmoralidad y caos que marcaron a los convulsionados años ’60.

El problema para la TFP no era sólo que restaurar esta visión (tal vez un tanto “romantizada”) de la sociedad medieval era imposible a fines del siglo XX. El problema más grave era que la Iglesia misma se estaba alejando de esta postura y a ojos vista buscaba otra relación con el mundo, una relación mucho más compleja y ciertamente más “privada” que la de los viejos tiempos. En este sentido, el Concilio Vaticano II fue para los católicos conservadores o tradicionalistas, una verdadera hecatombe que los llevó a replantear su actitud frente a la jerarquía eclesiástica y las enseñanzas conciliares y post-conciliares. ¿Por qué?

Transcribo parte de un interesante artículo que recomiendo leer:

“El texto del Concilio añade todavía un segundo aspecto: la Iglesia no solamente puede realizar su misión como institución sobre el fundamento del «principio de la libertad religiosa», sino que «al mismo tiempo, los fieles cristianos, al igual que los otros hombres, gozan del derecho civil a que no se les impida vivir según su conciencia». El texto concluye con la afirmación de que, en consecuencia, hay «concordancia entre la libertad de la Iglesia y aquella libertad religiosa que debe reconocerse como un derecho a todos los hombres y comunidades y sancionarse en el ordenamiento jurídico». Por primera vez desde la elevación del Cristianismo a religión oficial del Imperio romano, la Iglesia católica se sitúa en igualdad con las demás religiones en lo que se refiere al ordenamiento civil y a las exigencias políticas, sin solicitar privilegios de ningún tipo basados en la pretensión de ser la religión verdadera.”

“La Iglesia también ha abandonado en su doctrina social el principio de que solamente la verdad, y no el error, tiene derechos. No es que ya no exista para la conciencia humana la obligación de buscar la verdad y adherirse a la verdad conocida; pero ahora no se alude a la distinción entre verdad y error para regular las relaciones entre las personas, los ciudadanos y la autoridad pública. De acuerdo con la doctrina del Vaticano II, desde una perspectiva jurídico-política, no cuentan en materia religiosa los derechos de la verdad, sino los derechos de las personas como seres libres y responsables; así como la libertad de las comunidades religiosas, entre las cuales está la Iglesia católica, de poder desarrollar su misión en plena libertad, incluso contando —en la medida en que sea conveniente y compatible con los principios seculares del Estado de derecho— con la promoción por parte de la autoridad pública.” (Cfr. Martín Rhonheimer, Transformación del mundo (La actualidad del Opus Dei), Rialp, Madrid 2006, pp. 123-164). En http://www.almudi.org/app/asp/articulos/articulos.asp?n=549

“Libertad religiosa”, “el error tiene derechos”, “igualdad con las demás religiones” eran conceptos que claramente erizaban la piel de aquellos que todavía buscaban la restauración de una Civilización Cristiana cuyo modelo veían en su visión romántica de la Edad Media. Y así fue que un grupo de laicos católicos adquirieron un ojo cada vez más crítico para analizar las enseñanzas y actitudes de sus pastores.

Para colmo de males, es innegable que el Concilio, lejos de solucionar los problemas que podía haber en la Iglesia (si ese fuera su objetivo), abrió una caja de Pandora que llevaría años después al Papa Pablo VI a declarar que él tenía la sensación de que “el humo de Satanás ha entrado por alguna fisura en el templo de Dios” (otra frase que en la TFP no se olvidaba…) Al día de hoy me acuerdo, a fines de los ’60 o principios de los ’70, de un remate donde se vendían imágenes, candelabros y todo tipo de objetos religiosos de la iglesia de Avellaneda. Ni que hablar de la “remodelación” de la catedral de San Isidro, cuando sacaron los altares y no se que más.

Pero volviendo a la TFP, con el pasar del tiempo se fue generando un doble discurso y doble identidad. Se nos veía, por ejemplo, cantar con entusiasmo el “Oh Roma Eterna!” y se nos llenaba la boca de nuestra fidelidad “al Papado” y al “Magisterio Infalible”, pero nos referíamos a Juan Pablo II como “Woytila” o “JPII” y nos reíamos de eso de besar el piso de cada aeropuerto… y no nos causaba ninguna gracia que fuera a visitar un templo luterano en Roma o presidiese una oración “Inter-religiosa” en Asis. Lo mismo con la misa “Nueva”. Dejamos de ir a misa porque era “heretizante” pero seguíamos apareciendo a último momento para comulgar. Se convertían así los curas en proveedores de sacramentos. Pero que nadie cuestione nuestra catolicidad! Please!

En nuestro creciente aislamiento de la sociedad, era natural que nuestras ideas se fueran radicalizando con el tiempo. Un análisis selectivo de la realidad sólo servia para confirmar nuestro propio punto de vista, y nada mejor que teorías conspirativas para aumentar nuestra propia importancia y explicar, a medida, los acontecimientos que nos rodeaban. Y al final de día, un catolicismo “a la carte” nos daba la tranquilidad de conciencia y el sentido de superioridad que necesitábamos para compensar lo solos que estábamos.

¿Es de sorprenderse entonces que termináramos maldiciendo al Obispo de Viedma, creyendo en la inmortalidad de Plinio o contando los días para la llegada de un castigo cataclísmico que nos daría el lugar que nos merecíamos en el “Reino de María”, que representaba la realización de nuestros sueños de reconquista del poder temporal de la Iglesia sobre el mundo?

De hecho al día de hoy, antiguos miembros de la TFP que militan en una nueva organización aprobada por el Vaticano, siguen sin ver sus errores del pasado y declararán en privado (con toda modestia, naturalmente) que era la Iglesia la que estaba en el mal camino y que, felizmente, esta ha vuelto a donde tenía que estar. Como dicen, hay que ver para creer!

Alfonso

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