Una Tarde en Las Ventas

Madrid, septiembre 1985

Estaba pasando unos días en Madrid, y tuve la suerte de estar para el principio de la temporada taurina. Obviamente, no podía dejar pasar la oportunidad, y tenía que ver una corrida de toros en Las Ventas, la plaza más grande de España. Para suerte mía, era bastante amigote de Ignacio Barandearán, un español miembro de la TFP-Covadonga que había conocido un par de años antes en Brasil. Ignacio era un personaje. Me caía simpático porque era de los que no se tomaba las cosas de la TFP demasiado en serio, y tenía una actitud más bien burlona sobre la vida en general y la TFP en particular.

Como era uno de los miembros iniciales de la TFP-Covadonga, se le toleraban esas actitudes, de la misma manera que a mí me toleraban el hecho de ser distinto a los demás por llamarme Beccar Varela. Claro que tolerancia no quería decir aceptación, por lo que gente como Ignacio y yo, vivía al mismo tiempo dentro y fuera de la TFP. Una situación medio esquizofrénica, pero real y que tenía su razón de ser y su utilidad para todos los involucrados.

El frecuentar corridas de toros no era particularmente bien visto en la TFP Española. No creo que haya sido por la naturaleza del espectáculo en sí, muy por el contrario. Pero generalmente no nos involucrábamos en actos de esparcimiento público ni turísticos. Valga decir que Ignacio no tenía estos resquemores, por lo que arreglé con él que nos íbamos a encontrar, a eso de la una de la tarde, cerca de la entrada de la plaza de toros. Él – me dijo – se ocuparía de las entradas.

Lo que yo no sabía es que hay toda una mafia de compradores y revendedores de entradas. Parece que comprar entradas así nomás no era fácil ni barato, y que la clave era esperar a pocos minutos antes del comienzo de la función, cuando los precios de las entradas en manos de los revendedores caía ya que con la corrida terminada no valían nada. Los precios variaban de acuerdo a la ubicación dentro de la plaza, y había una diferencia importante entre las ubicaciones al sol o a la sombra.

Se ve que Ignacio era habitué y conocedor del sistema -- ¡gracias a Dios! – porque no tardó en comprar unas entradas baratas. Y pese a que estas estaban marcadas “Sol”, me aclaró que en ese lugar no tendríamos mucho más de quince o veinte minutos de sol, estando a la sombra el resto de la función. Y así fue. Encantado de tener a tan buen guía, entramos a Las Ventas.

El lugar estaba bastante lleno, ya que empezaba la “Feria de San Isidro”, que tengo entendido es la “temporada” para las corridas de toros. Me divertía oír los comentarios expertos de todos los aficionados que nos rodeaban. Cuando llegó la hora, entró la banda de música tocando pasodobles, y antes que nos diéramos cuenta estábamos listos para ver la primera de seis corridas de toros que se harían esa tarde.

Me acuerdo que se hizo un silencio, y un torero entró caminando al ruedo, y ante mi asombro se arrodilló en medio de la arena. Así estaba, arrodillado y envuelto de su gran capa púrpura (no era colorada...), cuando una puerta se abre en uno de los lados y un toro negro salió corriendo furioso en la dirección del torero. Sin ningún esfuerzo el torero, aún de rodillas, mueve su capa, contorsiona su cuerpo, y el toro pasa a pocos centímetros de sus rodillas, para frenar más rápido de lo que yo hubiera creído posible, y volver a arremeter contra el torero.

Pero éste ya estaba de pié (me enteré que al toro no se le puede hacer el mismo pase dos veces porque va aprendiendo) y jugó con el toro un rato hasta que llegó la hora de las banderillas, el picador, la muleta y finalmente la muerte del toro.

Los minutos fueron pasando y se transformaron en un par de horas, y así también fueron pasando los toros y los toreros (o mejor dicho, pasaban los toros y quedaban los toreros). Los aficionados opinaban como siempre y veían defectos en el toro o en el torero que yo ni me podía imaginar. Este toro está cojo, aquel torero no se anima, todo puntualizado por los famosos “¡Ole!” cuando la multitud manifestaba su admiración de forma más especial.

Aunque el “traje de luces” del torero no me pareció particularmente varonil, y me hizo acordar más al de un bailarín de ballet que al de un matador, es verdad que las lentejuelas brillaban a la luz del sol que se iba poniendo atrás de las gradas más altas de la plaza. Y el contraste de la gracia de los movimientos del torero con sus zapatitos de baile con la masa del toro furioso y gradualmente apagado por la pérdida de sangre, le daban al espectáculo aires de un baile de a dos, como si fueran realmente la Bella y la Bestia, sólo que en este caso la Bestia terminaba muerta y arrastrada fuera de la plaza por una yunta de mulas.

No me acuerdo cuantas orejas se repartieron, pero nunca me voy a olvidar (siempre y cuando no me agarre Alzheimer) de esa tarde en Las Ventas con Ignacio Barandearán.

Alfonso

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