La Chica en el Funeral

Buenos Aires, junio 1996

Yo tuve mi crisis de los 30 años en Sudáfrica. Cuando me di cuenta que los cumplía y que todas mis posesiones terrenales cabían en dos valijas y una mochila. Cuando me di cuenta que seguía soltero, y no sólo soltero sino que en África no me iba a casar nunca. Cuando de repente me imaginé a mí mismo viejo y sólo como un hongo. Era una situación que había que cambiar, y había que hacerlo enseguida.

Así que me subí a un avión y me volví a Argentina, ya que si de casamiento hablábamos, no había alternativa que encontrar a una chica argentina, preferiblemente de mí mismo círculo social. Nada de diferencias culturales o religiosas para mí. Y, obviamente, la posibilidad de diferencias raciales ni se contemplaba... Mi teoría era (y sigue siendo) que el matrimonio es lo suficientemente complicado como para agregarle más diferencias de las estrictamente necesarias.

De vuelta en Buenos Aires, jugaba a mí favor el hecho que hacía ya un par de años que los casamientos estaban a la orden del día en mi familia. Siguiendo el padrón de nuestra generación, nos estábamos casando más tarde que nuestros padres. La primera fue María Josefina, hija de Tío Cosmín, que se casó en el Socorro con Jorge Ham. La fiesta en “La Quinta” de los Beccar Varela en San Isidro, fue como la señal de largada para muchos otros. Me acuerdo de mi hermana Estela y Pascal, Cosme y Maricruz, Isidro y Caro, Julia Helena y Patricio y tanto primos que fueron “cayendo” uno a uno. Por eso digo que el ambiente era propicio, en el sentido que no era el único soltero de pesca, y no faltaban oportunidades de socializar con chicas conocidas.

Pero el círculo de las conocidas se agotó rápidamente. Jugaba en mi contra haber estado fuera del país, y de la sociedad Argentina en general, mucho tiempo o toda mi vida, dependiendo que es lo que se mide. No contaba con una lista de compañeros de colegio, amigas de la facultad o contactos laborales. Y para agravar el cuadro, los pocos parientes más cercanos y amigos, ¡estaban en el mismo barco!

Por eso no me quedó otra que recurrir el tan horrible juego del “llamado telefónico a la chica desconocida”. Digo horrible porque no soy de los que disfrutan de una personalidad sociable, o les encanta hacerse amigos de desconocidos. Si me preguntaban que es lo que menos me gustaría hacer es levantar el teléfono, llamar a una desconocida, e invitarla a salir. Me parecía tan ridículo todo el sistema, que realmente requería una gran fuerza de voluntad hacerlo cada vez.

Será por eso que no lo hice demasiado. Además, con cada llamado y cada cita que terminaba en nada, fui aprendiendo el código que usan las personas que hacen las recomendaciones. “Una chica muy buena” quería decir, generalmente, “no demasiado linda”. Si te sugerían que salgas con “una chica monísima” la norma era que sería bastante cabeza hueca (sea rubia o no lo sea...). Si te contaban todo el drama de la familia o de su vida, alerta que probablemente sea alguien mayor que vos. Y estando yo ya entrado en años con mis 30 plus, las candidatas tampoco eran tan jóvenes. Me daba la impresión que me ofrecían las sobras, habiéndose retirado las mejores del mercado antes de mi llegada.

Otra realidad con la que tuve que aprender a vivir fue que siempre hay gente que se siente personalmente desafiada por la existencia de un soltero en su medio, y son muy creativos para organizar posibles enganches. Dependiendo cuán cercanas son estas personas, lo hacen por cariño o por puro deporte. Algunas de estas tentativas de enganche son hasta agradables y toman la forma de algún evento o reunión en la que el blanco (o podría decir los blancos) de la maniobra puede hasta pretender que la está pasando bien y no invertir demasiado tiempo en el otro, si así lo prefiere. Otras veces, no tanto.

Con el pasar de los meses me di cuenta que encontrar mujer era más difícil de lo que parecía a primera vista, y poco a poco mis esperanzas de casarme fueron disminuyendo. En mi cabeza empezaron a aparecer escenarios alternativos, y el papel de Tío favorito de mi sobrina y ahijada fue sugiriéndose como un posible desenlace. En eso estaba cuando en febrero de 1996, me encontré en casa de Estela con una tía segunda mía, Fina Ibarguren que estaba ahí encargándole un vestido a mi hermana (que se dedicaba a eso en aquel entonces). Obviamente algo hizo “click” en la mente de Fina al verme ahí sentado un día de semana jugando con mi sobrina, porque agarró un papelito y escribió el nombre “Dolores” y un número de teléfono de San Isidro. Y me entregó la notita con la sugerencia que la llame, “que era una chica buenísima”.

No se si conecté “buenísima” con “fea”, o que mis ganas de llamar a desconocidas por teléfono estarían en su punto más bajo, pero esa noche, al vaciar los bolsillos de mi saco, la notita fue a parar al cajón de mi mesa de luz, donde yacería olvidada por cuatro largos meses. Y no sé cuantos meses más hubiera pasado ahí, si no fuera porque en junio, a la vuelta del entierro de mi Tía Mariquita, mamá me dijo que Fina (cuya determinación era obviamente más fuerte que mi entusiasmo) no sólo le dijo que “Dolores” estaba presente, sino que le mostró quién era. Y a la vuelta (o un par de días después, no me acuerdo), mamá me lo contó con la sugerencia de “por qué no la llama...”.

Era claro que mis esperanzas de casarme no estaban del todo muertas, porque empecé a convencerme entonces que si Dolores había estado en el entierro de una Tía mía, claramente era que teníamos más cosas en común de lo que yo creía. Y si teníamos cosas en común, entonces el llamado de teléfono no iba dirigido a una extraña, sino a alguien que conocía a la misma gente que yo. No tardé en convencerme del todo, y marqué el número de teléfono.

El resultado fue anti-climático, ya que mi futura suegra me informó que Dolores estaba en el campo y que no volvería en unos días. Que cualquier cosa llame entonces. No había nada que hacer, y tuve que esperar a la semana siguiente para invitarla a tomar una cerveza, invitación que aceptó y produjo nuestro primer encuentro.

Eso fue un Miércoles, y el fin de semana fue mi turno de irme al campo con Cosme y Maricruz, en el Fiat Duna que tenían cuando todavía conformaban una “familia tipo”. Nuestro destino era El Porvenir, en el sur de la provincia de Córdoba, donde vivían María Josefina y Jorge.

La verdad era que ese primer encuentro tres días antes había confirmado las imaginarias compatibilidades que me habían llevado a levantar el teléfono en primer lugar, y ese fin de semana, caminando sólo por la avenida de eucaliptos de la entrada, la pregunta que exigía respuesta era si la invitaba una vez más y estaba preparado para seguir el camino hasta el final, o si mejor la cortaba ahí y Dolores se sumaba a la corta lista de nombres de mujer que no encontraron un lugar en mi vida.

Y sólo, de noche en el Porvenir, hasta hice algo poco común en mí. Recé para que Dolores fuese la que yo estaba esperando. Me alegra informar, 9 años después, que si lo era. En menos de tres semanas de esa noche estábamos de novios, en nueve meses estaríamos casados, en unos años más fundidos, y en otros exilados... Tal vez no fue la vida que me imaginé entre los eucaliptos del Porvenir, pero es la que tengo. Y es la vida que, con Dolores a mi lado, merece ser vivida y nos llevará, si Dios quiere, por caminos que todavía ni imaginamos.

Alfonso

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