La Policía y Yo

La Plata 1973 / Chino 2004

Vivíamos en Chino, California, cuando Victoria cursó su año de Jardín de Infantes en el Colegio Anna Borba a pocas cuadras de casa. La verdad que le fue muy bien, y pasó de no hablar inglés a empezar a olvidarse del castellano... Así son los chicos, ¡como esponjas! Me acuerdo que una de las actividades para la clase fue llevarlos a todos a la comisaría, donde un par de policías les mostraron a todos los patrulleros y las oficinas, llevando a cabo lo que se podría llamar un ejercicio de relaciones públicas. Como dice en la puerta del patrullero: “To Protect and to Serve!” Claro que Victoria volvió a casa contentísima, con magnetos para la heladera con forma de patrullero (y el número a llamar en caso de emergencia), y todo tipo de ideas sobre como ser más segura y portarse bien...

A las pocas semanas, unos vecinos nuestros estaban haciendo una fiesta que se prolongó hasta altas horas de la noche, y la verdad que el volumen de la música era molesto. No sólo me molestaba a mí, sino que tenía miedo que lo terminen despertando a Alfonso, y vaya a saber a qué horas se volvía a dormir. Así que después de pensarlo un poco, fui a la heladera, agarré el imán, y llamé a la policía de Chino para hacer una protesta. Me dijeron que iban a mandar a alguien a investigar y así fue.

Al rato, yo que había perdido cualquier ilusión de dormir hasta que el tema se resolviera, vi al patrullero circulando por nuestro estacionamiento, buscando la fuente del ruido que se encontraba del otro lado de una pared medianera. Cuando vi el auto, salí de casa y me acerqué a presentarme y explicar las razones de mi queja. Juntos identificamos la fuente de la música molesta, pero antes que se fuera a lidiar con los barullentos vecinos, le pregunté si había hecho bien en llamar a la policía por algo tan poco grave. La respuesta del “agente del orden” como lo llamarían en Argentina fue clara: “Si a Ud. le molesta, Ud. llama”. A los pocos minutos la música bajó significativamente de volumen, y para sorpresa de mis sensibilidades argentinas, no volvió a subir a los 15 minutos de la partir el patrullero.

Mientras caminaba devuelta a nuestro minúsculo departamento, no podía dejar de comparar a este policía con los muchos policías argentinos que directa o indirectamente se cruzaron en mi vida. Y la diferencia no podía ser más grande. Por eso, es al día de hoy que tengo que hacer un esfuerzo cuando le enseño a Victoria que los policías son gente en las que hay que confiar, ya que están ahí para ayudar a los buenos y perseguir a los malos... Hago un esfuerzo porque esa no era la realidad en la que crecí y fui educado.

La primera imagen de un policía de la que tengo memoria era la del elusivo “zorro gris”. Así les decían, al menos en casa, a los policías en moto, de uniforme gris, que acechaban a los incautos motoritas para molestarlos. O eso era lo que yo entendía de chico. Tardé años en aprender las sutiles diferencias entre aplicar la ley vial y la urgente necesidad de una “coima”, siempre alimentada por la corrupción. Iba a tardar más años aún en entender los matices entre corrupción personal y corrupción institucional, y poder emitir juicios de valor sobre las actitudes de cada uno... Pero para eso faltaba todavía. De chico, sentado en el asiento de atrás del auto, sólo me acuerdo de asociar al “zorro gris” con una molestia.

Pasó el tiempo, y mi participación incipiente en las actividades de la TFP me llevó por primera vez adentro de una comisaría, a la antesala del calabozo. Yo tenía 9 años y esta es la historia:

Fue en 1973 cuando nos subimos a varios autos y enfilamos rumbo a La Plata para hacer campaña. No me acuerdo ni cuantos éramos ni de los nombres de muchos. Sí sé que lideraba al grupo Tío Cosmín y que mis primos Cosme y Mario vinieron también. Nosotros tres éramos los más chicos del grupo (para no decir los únicos chicos...) y estábamos más de turistas que de otra cosa, ya que nuestra habilidad de dialogar con el público sobre temas ideológicos no había madurado del todo...

En La Plata nos encontramos con John Spann, un norteamericano que conoció a la TFP en Argentina y le costó muchos años convencernos que no era un espía de la CIA antes que lo aceptáramos en el redil... Él enseñaba inglés en La Plata, y se juntó con nosotros ahí. Otros presentes eran Cristián Vargas (un chileno que unos años después casi “desaparece” a los pocos meses del golpe militar), Flugel, Julio Ubhelodde, creo que Martin Pieres y no se que otros.

Vale la pena recordar que el ambiente ideológico de la Argentina de 1973 era muy distinto que al de ahora, y que las campañas de la TFP generaban polémica. Para peor (o para mejor, no sé...) después de deambular un rato por las calles haciendo campaña terminamos en las cercanías de una de las Universidades de La Plata. Aparentemente esta Universidad contaba con algunos elementos que no aprobaban de la existencia de la TFP, y que parecían conciliar sin problema sus ideologías de izquierda con la represión a nuestra libertad de expresión.

El hecho es que de a poco se fue juntando un grupito de agitadores que nos empezó a insultar. Los miembros de la TFP, ya versados en estas situaciones de calle, se replegaron en preparación a un ataque y contestaban con “slogans” a los oponentes del otro lado con frases como “¡La calle es para todos!” “¡Agresores! ¡Agresores! ¡Libertad! ¡Libertad!” La idea era dejar claro al público circundante que la agresión física iba a ser iniciada por el otro bando. Y, efectivamente, una vez que el clima estuvo lo suficientemente caldeado, algún empujón habrá terminado en una trompada y en segundos, teníamos en nuestras manos una batalla campal.

Me contaron después que en medio de la batahola, un personaje rubio, de camisa amarilla y medio barbudo (¡anatema!) intentó terciar y separar la los bandos, gritando desaforadamente que le obedezcan ya que era policía. Ciertamente no parecía policía. De hecho, se parecía bastante a los estudiantes zurdos con los que estábamos en intensa gresca. Así que uno de los nuestros, Flugel, le dio unos buenos golpes con uno de los pedazos de caño que minutos antes había estado levantando nuestro estandarte colorado con el león rampante.

Pero ya a esa altura, los tres chicos habíamos sido extraídos del campo, y nos refugiamos con Cristián Vargas en uno de esos Clubes típicos de ciudad del interior, con patios interiores, cortinas de encaje y la mesa de billar... Traíamos con nosotros el estandarte, no vaya a ser que cayera en manos del enemigo...

Eventualmente los bandos se separaron, cansados tal vez, pero lo hicieron sin la intervención policial, ya que “la bonaerense” nunca se dio por aludida. Y nosotros, siempre orgullosos de respetar las normas, nos dirigimos entonces a la comisaría más cercana a hacer la denuncia pertinente. Para horror nuestro, nos encontramos ahí con el barbudo de camisa amarilla, que resultó efectivamente ser policía.

La comisaría tenía una sala de espera cuadrada. Sobre uno de los lados, un mostrador y puertas que daban seguramente a las varias oficinas, con las típicas máquinas de escribir. En otro lado estaba la entrada, un tercer lado era una pared y sobre el cuarto costado había unas puertas que daban a los calabozos. En uno de esos fue arrojado sin compasión Flugel, mientras que a todos nosotros nos hicieron formar un cuadrado en la sala de espera. Éramos unos quince ahí adentro, incluyendo uno del otro bando que no sé cómo terminó ahí también. En eso, el comisario nos manda desnudarnos a todos. No quiero ni pensar a donde quería ir con eso. Pero bueno, Tío Cosmín dice que sólo nos íbamos a sacar la camisa, y así lo hicimos. Ante las amenazas del comisario y sus esbirros, sacamos sendos rosarios del bolsillo y nos pusimos a rezar.

Yo ya me comparaba con los mártires del Imperio Romano, y así nos quedamos, sin camisa y rezando múltiples rosarios durante no sé cuanto tiempo. Sí sé que el comisario no autorizó ningún tipo de llamado telefónico ni contacto con el exterior. Después de varias horas, Tío Cosmín intercedió por nosotros, los chicos, y le pidió al comisario que lo dejara salir con nosotros a comprar algo de comer. Será que el policía empezó a darse cuenta que la noche llegaba y que la situación no daba para mucho más, o que realmente era un imbécil, el hecho es que nos dejó salir a los cuatro. Antes de comprar nada, fuimos a un teléfono y llamamos a Marcelo Beccar Varela, un tío abuelo mío, que tenía muchos contactos con militares y policías, y le contamos el disparate para que se ponga en movimiento y nos dejen salir.

De vuelta en la comisaría, pasamos por la ventana del calabozo de Flugel y le pasamos unas manzanas por entre los barrotes... Mientras tanto, la red de conocidos se empezó a mover, y al rato el comisario nos dejó ir a todos, Flugel incluido. Una vez en Don Pelayo, nuestra sede central en la Avenida Figueroa Alcorta, hubo una reunión para relatar una vez más los acontecimientos del día. Y hubo quienes contribuyeran algunos objetos – entre ellos ¡un puño de camisa amarilla! – a nuestra pared de trofeos, donde ya colgaban, de previas batallas, algunos caños de estandarte doblados, anteojos rotos y un estandarte chamuscado.

Obviamente este encuentro con la policía en mi infancia no ayudó a formar una visión respetuosa de las “fuerzas del orden”. Con la llegada del gobierno militar y la prepotencia de muchos policías en la vía pública, aprendí a tenerles no respeto sino miedo. Y finalmente, ya de más grande y “en democracia”, aprendí a despreciar la corrupción del moderno “zorro gris” que se agazapa, no para hacer respetar la ley, sino para robar unos pesos. Miedo y desprecio. Es lo que siento por la Policía argentina. Me parecería triste que mis hijos hereden los mismos sentimientos por los que deberían vivir para servir el bien público.

Alfonso

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