Con mis amantes en Mabula

Bela Bela, mediados de 1993

Cuando volví a Sudáfrica después del fracaso de mi tentativa de establecerme en Argentina a principios de los 90, ya tenía trabajo asegurado. Es más, como Joan Osborn, mi antigua jefa me había dicho, “you can name your salary” y eso fue lo que hice. Les pedí un aumento importante con relación a lo que ganaba antes y me lo pagaron sin chistar. Siempre me quedará la duda si no debiese haber pedido más...

Pasé unos días al principio en la casa de los Mattiuzzo, una familia de italianos, como el nombre lo indica, emigrados a Sudáfrica provenientes de la antigua Rhodesia. Leo (el padre) y Lee (el hijo) eran amigos de la TFP, y yo era particularmente amigo de un tío de Lee, Duke Lee (Lee de apellido en este caso, no de nombre...) por lo que la familia no tuvo problemas en recibirme.

Con el buen sueldo que ganaba, pronto me compré una moto, una Honda 400CB y empecé a buscar un lugar para vivir. Esta vez, en lugar de un departamento como tenía antes, preferí buscarme algo que en Sudáfrica se conocía como un “garden cottage”. Esta “cabaña de jardín”, para traducirlo de alguna manera, era muy común en barrios afluentes de Johannesburgo, donde todas las casas que se construyeron en la primera mitad del siglo XX incluían numerosas habitaciones para el personal doméstico (negros, naturalmente) que cualquier casa que se precie necesitaba para trabajar en el jardín, cocinar o cuidar los chicos.

Pese a que el personal doméstico seguía siendo barato en Africa del Sur cuando yo estuve ahí, ya muchas casas no contaban con mucamas o jardineros “full time”, habiéndose limitado a ayuda por horas, sin “cama adentro” como decimos en Argentina. Y muchas de las habitaciones que otrora albergaban a esta gente, ya estaban remodeladas para alquilar, generalmente a estudiantes o solteros que tuviesen una vida tranquila, compatible con la de los dueños de casa.

Esto era entonces lo que yo buscaba, y encontré algo que me gustó en el barrio de Parkview, relativamente cerca del centro de la ciudad y de mi oficina. Esta variante del “garden cottage” era sin embargo un pedazo de la casa principal, aislado del resto con su entrada lateral propia. Tenía un cuarto que hacía las veces de living y dormitorio, un baño y una cocina con “office” para comer. Parte del alquiler mensual incluía unas horas semanales de la mucama de la casa, que venia a limpiar todo y plancharme las camisas que yo lavaba por mi cuenta en uno de los muchos “laundromats” que había por la ciudad.

Los dueños de la casa eran un matrimonio de jubilados, Mr. & Mrs. Curnick. Él había luchado en la Segunda Guerra Mundial en África del Norte contra Rommel, pero ya había tirado la chancleta y llevaba una vida muy sedentaria. Ella, mucho más activa, se ocupaba de la casa y siempre estaba preocupada por mi bienestar.

Desde esta base de operaciones fui haciendo algunas amistades que hacían mis tardes o fines de semana menos aburrido. Através de los hermanos Urban, que ya conocía de mis días en la TFP, fui conociendo un grupo de extranjeros con quienes hacíamos campamentos, salíamos al cine, al planetario o a reuniones en las casas de unos y otros.

Un buen día me llama Michelle McElleny, una irlandesa que en esa época estaba de novia de uno de los hermanos Urban, para decirme que había conseguido un fin de semana en un tiempo compartido de la cadena de RCI, y si quería saber si me prendía a ir como parte del grupo. Me contó que era un lugar bárbaro, con animales salvajes, etc., y que ella lo había conseguido porque al trabajar en RCI les daban a los empleados oportunidad de usar las instalaciones si es que nadie las había reservado. Le dije que me incluya en el grupo y me olvide del tema por unos días.

Más cerca del fin de semana en cuestión, me enteré que de a poco varios participantes se fueron borrando, por lo que sólo quedábamos en carrera Michelle, Vereena Kiehn (una alemana de Hamburg) y Susan, una inglesa que no había visto antes. Confieso que al principio tuve ganas de borrarme. Me imaginé lo que las “malas lenguas” podían llegar a decir (¡ni que hablar de lo que podían llegar a pensar!) cuando se enterasen del programa. ¡Está bien que ya me había ido de la TFP, pero esto era demasiado! Lo pensé un poco, y la verdad que rápidamente decidí que no me iba a importar lo que pensaran los demás. Y, quién sabe si algún día me iba a tocar otra oportunidad de visitar una reserva en Sudáfrica...

Entonces, llegado el día nos subimos los cuatro al auto de Michelle y nos fuimos al “Mabula Resort”, en la ciudad de Bela Bela, a unas dos horas al norte de Johannesburgo. Ahí nos dieron un bungalow enorme, con cocina, living y dos cuartos (con suerte contaban con camas separadas...). Nos quedamos conversando hasta la noche sobre temas varios, y me acuerdo yo hacía – para escándalo de las tres – una defensa del IRA y su “guerra” contra los ingleses...

Lo más divertido fue el domingo. A primera hora de la madrugada nos pasó a buscar un “ranger” negro en un carromato tirado por dos caballos, que nos llevó a los cuatro a un lugar totalmente apartado de los edificios y en medio del “veldt” (palabra en afrikáans que quiere decir pradera o descampado). Ahí, en medio de un bosquecillo de espinillos nos dejó con una magnífica canasta que tenía un desayuno de lujo, con omelettes, jugos, café, vajilla inglesa impecable, etc.

Yo sabía que la reserva tenía algunos animales salvajes, aunque no estaba bien seguro cuales, y dado que el monte de espinillos no nos dejaba ver demasiado lejos, no estábamos muy seguros si el desayuno no seríamos nosotros... Pero bueno, poniendo esas pequeñas preocupaciones de lado, disfrutamos un par de horas en medio de la nada, al mejor estilo “Out of Africa” antes que el negro volviera a buscarnos y llevarnos devuelta a la zona de los bungalows.

Ahí era hora de ensillar unos caballos (supongo que la hora había sido un poco antes porque los caballos ya estaban ensillados cuando llegamos), y seguimos a otro guía que nos dio un tour ecuestre por la reserva. Lo más lindo fue llegar hasta una manada de elefantes y poder acercarse a menos de 20 metros de distancia. Según el guía, los caballos tranquilizaban a los elefantes, que tendían a estar más nerviosos con la cercanía de humanos a pie. También vimos rinocerontes, un par de jirafas, pero ningún animal peligroso. Naturalmente yo no fui nunca de andar mucho a caballo, por lo que terminé a la tarde con todos los huesos doloridos.

A la noche hubo una comilona compartida por todos los huéspedes del hotel, alrededor de una gran fogata, y algunos negros pusieron los shows habituales con los que siempre entretienen a los turistas. Bailes étnicos y el famoso baile de las botas de los mineros, que es común como entretenimiento para los extranjeros visitando África del Sur. Este baile es llevado a cabo por un grupo, todos hombres, a pecho descubierto y con pantalones y botas de goma, como las que usan dentro de las minas de oro subterráneas sobre las que se construyó no solo Johannesburgo, sino mucha de la riqueza de ese país. Bailan moviendo las piernas y dando palmadas rítmicas a las botas de goma, al mejor estilo de un baile cosaco. Y ahí que reconocer que si hay algo que los negros hacen bien es cantar y bailar.

Por más turístico que haya sido el entorno, había algo en la noche, la fogata, los cantos polifónicos de los negros que nos hacían sentir que realmente estábamos en África, un continente lleno de misterios, oportunidades y peligros. Me dijeron muchas veces que alguien que vivió en África siempre quiere volver. Y tienen razón. Porque pese a la inmensidad que África representa, también hay un “feeling” de que cada uno de los que está ahí es importante y tiene un papel a jugar. Y reconozco que de todos los lugares en que he vivido, Sudáfrica era el lugar en el que me sentí menos anónimo, pese a que, teóricamente al menos, era el lugar con el que tenía menos que ver.

A la mañana siguiente, era hora de volver a la realidad de todos los días, y así fue que yo con todos los huesos doloridos, la inglesa – que era blanca como buena inglesa – colorada como un tomate y las otras dos iguales que cuando llegaron, emprendimos la vuelta a Johannesburgo. Durante años me escribí cartas con Michelle y Vereena, que siempre amenazaban ir a Argentina de visita, hasta que una vez Michelle cayó en Buenos Aires, previo paso por Machu Pichu, el sur de Chile, el Amazonas y que se yo cuantos lugares más. La llevé a conocer nuestra casa en Puerto Trinidad y a comer a una de esas parrillas “rodizzio” en Puerto Madero.

Es al día de hoy que a Dolores le gusta pelearme con un supuesto romance entre Michelle y yo, que nunca ocurrió. Pero para pelearla de vuelta, nunca es bueno desmentirlo del todo, y dejar la cosa en suspenso. Así que mi viaje a Bela Bela pasará a la historia como el fin de semana que me fui sólo con tres mujeres a pasar un fin de semana romántico en el corazón de África. No hay que decir ni explicar nada más.

Alfonso

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