Decidimos Emigrar

Puerto Trinidad, mediados del 2001

Hacía casi un año que vivíamos en nuestra flamante casa en Puerto Trinidad. El diseño de Norberto de la Torre, nuestro arquitecto, incorporaba un lindo juego de techos, materiales de primer nivel como ventanas “oscilobatientes” de PVC y vidrio doble, cerámicas, un cielorraso curvo y una galería. Para mi gusto, la nota más llamativa de la casa era una ventana en esquina, que cual proa de un velero se proyectaba a un ángulo cerrado hacia lo que algún día sería la vereda.

Pero el día de las veredas y calles asfaltadas estaba lejos todavía en 2001, y de hecho parece estar más lejos aún en 2005. Puerto Trinidad ha sido realmente un proyecto “duro de matar”, y la larguísima agonía que comenzó en Septiembre de 1999, continua con estertores para la exasperación de muchos que invirtieron plata, sueños y energía en su lanzamiento y construcción. Por su tamaño, Puerto Trinidad se podía comparar con un dinosaurio, que aún herido me muerte, seguía pidiendo de los que le habían dado vida, mayor dedicación y sacrificio. En aras al proyecto, y a la confianza que tantos pusieron en nuestra administración, yo ya había invertido todos mis ahorros y hasta hipotecado mi departamento para construir una casa en los lotes 19 y 21 de la manzana 42.

Pero eso no era suficiente. Puerto Trinidad pedía más, y mientras hubiera esperanza que dando más se podría prolongar la vida del proyecto hasta encontrar una solución bajo la forma de un inversor, o de una mejora del contexto económico, yo me sentía obligado a seguir dando. Trabajé casi un año sin cobrar nada que se parezca a un sueldo fijo, aguanté críticas e incomprensión de muchos, incluyendo familiares muy cercanos que mientras las cosas iban bien celebraban pero que en la hora de las dificultades preferían la crítica fácil al apoyo y la solidaridad.

En ese año que representó el último que le dediqué de forma completa a Puerto Trinidad, perdí la cobertura médica para mi familia, sufrí un ataque de hiper-tiroidismo producido por el estrés y nos encontrábamos cada vez más aislados en nuestra casa debido a la falta de plata para salir en auto a Buenos Aires (¡ni que hablar a San Isidro!). También tuvimos que sacarla a Victoria del Southern International School porque no podíamos pagar la cuota, y, para que todo se viera más negro, yo no encontraba trabajo en ninguna parte.

Esa era nuestra situación cuando a mediados del 2001 tuve que encarar la realidad, y considerar la hipótesis de poner a buen uso mi pasaporte norteamericano. La opción de Estados Unidos era obvia, no sólo por lo codiciado del destino para aquellos que en esa época buscaban mejores oportunidades económicas, sino también porque presentaba menos problemas para mí personalmente. Brevemente consideré la hipótesis de volver a Sudáfrica, pero la situación política y económica no parecía mucho más estable que la de Argentina.

La idea empezó a germinar, y para empezar a darle algo de cuerpo mandé varios e-mails a algunos pocos conocidos o parientes que ya vivían en Estados Unidos, para ver si estaban en condiciones de ayudarnos. Primero me puse en contacto con Miguelito Ibarguren, primo hermano, que vivía en Florida hacía ya muchos años. Pero, recién casado y aparentemente en una casa muy chica, no estaba en condiciones de recibirme por un tiempo. Algún otro e-mail volvió con respuesta negativa, hasta que nos pusimos en contacto con Claudia Díaz, una amiga de Dolores de sus épocas del Opus, que vivía en San Diego, en California, aparentemente en una casa grande con un par de cuartos extra. Ella y su marido Paolo Zambón, un Doctor en Física Nuclear y experto en rayos láser, se ofrecieron generosamente a alojarme durante el tiempo que fuera necesario para que yo encuentre un trabajo y pueda traerla a Dolores.

Con esta oferta en el bolsillo, empezamos a hacer otros preparativos. Fuimos al consulado para ver cuantos papeles se hacían falta llenar para que Dolores, Victoria y Alfonso obtuviesen visa de inmigrantes, contacté un contador especialista en impuestos americanos para poner al día mi situación con el IRS, empezamos a contabilizar cuánta plata podíamos contar para financiar nuestro viaje... cuando de repente pasaron dos cosas que por poco descarrilan toda la idea: Terroristas islámicos destruyeron las Torres Gemelas y nos enteramos que esperábamos a nuestro tercer hijo.

No sé cuál de las dos noticias era potencialmente más perjudicial para nuestro viaje. Pero la verdad es que no tuvimos que pensar mucho. Nuestra realidad en Argentina se imponía en el día a día. Seguíamos viviendo “de changa en changa”, de la generosidad de mis padres que cada tanto contribuían con una bolsita de supermercado con provisiones o pañales, de la ayuda de mi Tío Cosmín que nos regaló una cobertura médica, o del apoyo de mi primo Cosme que me encontraba los trabajitos que pudiera encontrar para que yo fuera “tirando”... Si nos quedaba alguna duda, esta se disipó rápidamente cuando a fines de octubre del 2001, se inventó el corralito y empiezó la crisis financiera que pondría los últimos clavos en el cajón de una economía que ya andaba mal. A partir de ese momento, lo que venía siendo un plan tranquilo de emigración empezó a tomar connotaciones de pánico.

Decidimos entonces vender todo lo que pudiéramos para empezar a juntar plata no sólo para pagar los pasajes, sino para financiar mis primeros meses en Estados Unidos. Organizamos en nuestra casa un “garaje sale”, donde pusimos a la venta todos los regalos de casamiento, muchos todavía sin usar y en sus embalajes originales. A Dolores le costó más que a mí ir poniendo precios (¡y precios baratísimos!) en objetos que de alguna manera representaban el cariño de tanta gente. Sea una ensaladera, el juego de cubiertos, el lavarropas Whirpool o nuestra propia cama, todo estaba a la venta. Éramos conscientes deque empezábamos de nuevo, casi de cero. Sea porque soy un negador y prefería ponerle “al mal tiempo buena cara”, o porque no era la primera vez que cambiaba de continente, me molestaba menos a mí que a Dolores, que mal que mal no había salido del país hasta viajar conmigo una vez a las Islas Vírgenes. Y para peor estaba esperándolo a Nicolás y con otros dos chicos a cuestas.

En medio de todo esto, la venta del auto fue un capítulo aparte. Me lo compraron los inquilinos de nuestro departamento en la calle Austria que hasta aquel momento no nos habían dado problemas y a los que les tenía confianza. Eran un matrimonio joven, con un chico de la edad de Alfonso, que habían pagado su alquiler puntualmente durante el año que ya llevaban ahí. Cuando se enteraron que nos íbamos, se interesaron por mi auto, un Peugeot 205 azul oscuro, con todos los chiches, que yo le había comprado a Alejandro Larrive hacía un tiempo por $10,000 pesos (o dólares, eran lo mismo por aquel entonces).

Acordé con los inquilinos un precio de $2,900 dólares y cometí el fatídico error de darles facilidades de pago, justamente por la confianza que les tenía y la buena conducta demostrada hasta aquel momento. Después de hacer un primer pago de $1,000, se nos vino encima el corralito y la pesificación, y ellos prefirieron adherirse a la pesificación en lugar de cumplir su palabra sobre el precio del auto. Esto me puso en serios problemas, ya que contaba con esa plata justamente para pagar mi pasaje a Los Angeles. Después de mucho tira y afloja, terminaron pagado el famoso $1.40 pesos por dólar, lo que fue una leve mejora pero siguió siendo un robo.

Mi última Navidad en Argentina la pasé en el departamento de Cosme, que nos había prestado un cuarto donde estábamos instalados los cuatro (o cinco, si lo contamos a Nicolás...). De noche se oían los cacerolazos que se habían puesto de moda por unas semanas pero que más allá de hacer perder el sueño a algunos vecinos no produjeron ningún cambio positivo en el sistema político.

Sin plata, con las cosas que nos quedaban o en valijas o abandonadas en nuesta casa de Puerto Trinidad, ya cerrada y a cargo de un cuidador, la verdad es que no veía la hora de irme Tampoco podía perder mucho tiempo esperando... Pese a que las visas de Dolores y los chicos no habían salido aún, mi parte estaba hecha. Naturalmente el embarazo seguía su curso irreversible, y según mis cálculos Nicolás nacería ochomesino como los otros dos, dándome Junio como la fecha probable de parto. Me sentía rodeado de varias bombas, que al mejor estilo Hollywood ya estaban en plena cuenta regresiva con grandes números colorados y luminosos indicando cuantos segundos faltaban para la explosión final. ¡No había tiempo que perder!

Dejando en manos de mi primo Cosme los pocos asuntos que todavía tenía pendientes en Argentina (¡gracias Cosme, cómo nos ayudó!) llegó el día del viaje. Fue el 21 de Enero de 2002 cuándo papá, Estela y Titi me llevaron a Ezeiza con mis mochilas y valijas. Adentro de una de las mochilas tenía todos los álbumes de fotos que fuimos armando durante nuestra vida de novios y casados. Parecía ser todo lo que nos quedaba, la única evidencia ya habíamos pasado mejores días y vivido como una familia común. Para adelante quedaban las incógnitas de una nueva vida y las incertidumbres del mañana en una tierra desconocida. Pero cuando se cerró la puerta del avión de Lan Chile que me llevaría primera al otro lado de la cordillera, y después rumbo al norte hasta Los Ángeles, era claro que la suerte estaba echada y estaba en mí preparar el terreno para la llegada de mi mujer y mis hijos.

Con bastantes nervios, como siempre antes de empezar un vuelo, dije algunas oraciones mientras el avión carreteaba hacia la pista de despegue. Y con el sacudirse del A-320 mientras tomaba velocidad para levantar vuelo, empezó mi propia carrera que me llevaría, a conseguir un trabajo en dos meses y encontrarme en el aeropuerto de San Diego, mirando a mi mujer e hijos bajar la escalera mecánica y querer abrazarlos una vez más. Pero ese es otro cuento, para más adelante.

Alfonso

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Tradición Familia Propiedad

¡Praesto Sum! (I)

Plinio Correa de Oliveira