El corazón y el esqueleto según San Pablo

El Domingo pasado probé una iglesia nueva. No una religión nueva (¡no se alarmen!), pero me cansé del cura con pelo teñido y cuya cara bronceada en medio de la lluvia y nubosidad de Portland delataba a un frecuentador de la pantalla solar. Desde que había empezado a ir a la parroquia de San Antonio de Padua en Tigard, alternaban las misas dominicales el párroco (descripto más arriba) y un cura hindú que realmente hablaba bien y cuyo respeto por la liturgia era bienvenido. Durante meses jugué a la ruleta rusa, ya que nunca sabía que cura me iba a tocar. Si me tocaba el hindú podía relajarme y las posibilidades de una misa con cierta espiritualidad y recogimiento eran grandes. Si me tocaba el párroco, me tendría que “bancar” la hora siguiente para no escandalizar a mis hijos, ya que lo que realmente tenía ganas de hacer era irme a otra parte y dejar a este cura-showman haciendo lo suyo sin mi presencia. Pero no se puede. Finalmente, poco antes de mi viaje a Argentina en Julio, el hindú anunció que era trasladado a otra parroquia, y el párroco quedaba solo. La ruleta rusa con seis balas en un revólver no tiene gracia, y decidí buscar otra parroquia.

Así fue que el domingo pasado probé una iglesia nueva. La parroquia Holy Trinity en Beaverton. Una iglesia moderna, de esas con los asientos formando un semi-círculo alrededor del altar, presidido por una gran estatua de madera de un rústico Jesús dando su bendición. La misa de las 8 de la mañana no estaba muy llena (eso me cayó bien), contaba con un gran número de feligreses de origen filipino o vietnamita (mmm… no me molesta), y fue presidida por el párroco, un tipo alto, flaco, de unos 60 años, de anteojos, y que sonreía mucho (¡eso si me molesta!)

Mientras daba un sermón bien armado sobre algún milagro de Jesús del Evangelio de San Mateo, mi mente se fue por otro lado, mientras con el rabillo del ojo trataba de mantener a Victoria y Nicolás relativamente quietos en el banco. Son temas que me vienen a la cabeza, generalmente en misa, relacionados con cual es el papel de Dios y la religión en mi vida, y cuan distintas son mis creencias oficiales (por decirlo de alguna manera) de mi vida misma. De que me sirve todo un andamiaje, un esqueleto de valores a los que le tengo cariño, de mandamientos que respeto y trato de seguir, de tradiciones a las que me aferro cuando ya nadie las sigue o a pocos les interesa, cuando lo que me falta es ese amor a Dios sin el cual, como dice San Pablo el resto no sirve para nada.

Una vez esbocé sin mucho éxito tener una conversación en esta línea con un cura que conocí en un retiro del Opus. Yo le decía que yo soy católico por tradición más que por convicción. Cuando leo la historia de mis antepasados conquistadores, se me pone la piel de gallina constatar como, pese a sus falencias humanas (!y eran grandes!) profesaban con toda solemnidad en sus testamentos la misma fé que he heredado yo. Sus cuerpos eran enterrados en las iglesias correspondientes, vistiendo muchas veces sendos hábitos de la orden tercera de su elección. Y generaciones para arriba y generaciones para abajo, lo mismo.

Tomando mayor perspectiva histórica, creo en la superioridad de nuestra civilización occidental, que lo es, en gran medida, gracias a lo que Chateaubriand llamó “El Genio del Cristianismo” (libro que nunca leí, aclaro, pero cuyo título siempre me pareció clarísimo). La semilla del cristianismo germinó durante siglos en los pueblos bárbaros que destruyeron el Imperio Romano primero y construyeron la Europa que eventualmente conquistó de una manera u otra el mundo entero. Ese cristianismo cambió los pueblos que lo adoptaron, pero, me parece a mí, también se amoldó a ellos, tomando formas que nos atraen y lo hacen sentirlo nuestro.

Soy un firme creyente en que somos una mezcla de genética, educación y opciones personales. Me acuerdo que tata decía que el hubiera sido otra persona si de chico lo hubiera secuestrado una banda de gitanos. ¿Entonces, quienes somos? ¿Cuanto de lo que somos realmente está determinado por nuestra historia y la historia de nuestros antepasados? Y, expandiendo esa pregunta, ¿cuanto de las costumbres o cultura de la que formamos parte se nutre, aunque a veces no parezca, del cristianismo, nuestra religión, por más abandonada que la tengamos? ¿Hasta que punto yo mismo estoy condicionado a ser católico, me guste o no me guste, ya que esa es la persona que SOY? Se que ser santo no es fácil… pero sospecho que me sería más fácil ser santo que hacerme budista. ¿No?

¿Que quiere decir que cuando miro un crucifijo en un momento de recogimiento me corre un escalofrío por la nuca y me siento movido en lo más profundo de mi alma por todo lo que significa y me dan ganas de plegarme a esos francos que con su bien intencionada ignorancia protestaban que de haber estado ellos presentes no lo hubieran permitido? Me asombra la fuerza de sentimientos así que lamentablemente no se traducen para nada en opciones verdaderas por la santidad en la vida diaria. ¿De que me sirve haber sido “programado” durante siglos con estos sentimientos y certezas que son como un esqueleto que se mantiene en pié aún cuando no hay carne que los cubra, músculos que los mueva, o un corazón que late con el amor de Dios que los justifica?

Según San Pablo no sirve de nada, y tiene razón. No sirve porque, en gran medida, no son mis propios méritos los que han construido ese esqueleto. Y justamente es en mis opciones personales donde encontraré la clave de mi propia santificación. Este gran esqueleto, puede estar erguido y en exposición a cuanto se le cruce en el camino. Como los dinosaurios en los museos de Historia Natural, puede hasta causar la admiración de los que lo ven, que se sorprenden de su mera existencia, de su fortaleza, de cuan erguido está en un mundo donde los dinosaurios ya no existen. Pero está muerto. Y si pudiese verse a si mismo no tendría de que estar orgulloso.

Es más, hay quienes dicen que la mejor forma de darle vida al dinosaurio es desarmarlo, romper ese esqueleto enorme que no sirve para nada, y tal vez desde la humildad y pequeñez de una paloma, alentar el latir de un nuevo corazón que sí sea capaz de amar a Dios, y a partir de ahí volver a crecer, tal vez en otra dirección de la que los huesos viejos sugieren. Hay quienes hablan de una “espiritualidad desde abajo”, donde uno encuentra a Dios desde las propias miserias y no desde normas, tradiciones, culturas pre-establecidas por otros “desde arriba”.

Mi problema, me doy cuenta, es que este dinosaurio en particular no quiere desarmarse. Me parece que el riesgo de descartar el esqueleto fosilizado es muy grande. ¿Seguiré siendo yo mismo sin mi querido esqueleto? ¿Y si no me gusta ese nuevo yo? Porque la verdad que a mi ya me conozco, y con todos mis defectos y algunas virtudes, a los casi 45 años no me doy muchas sorpresas ni a mi mismo ni a los demás. Mirando mi vida, es como que le queda menos de lo que ya pasó… ¿Vale la pena cambiar a esta altura… aunque sea por la santidad?

La respuesta racional seria un contundente si. La verdad es que cual dinosaurio en su pedestal de la sala central de un museo de Historia Natural, ya tengo un lugar hecho, y una imagen que es conocida por los demás. Soy estable, predecible, sólido en cierto sentido. No diria que estoy cómodo… no… ¿Feliz? Por favor! Estamos en un valle de lágrimas! ¿Y, además, quien oyó hablar de un esqueleto feliz?

Tal vez un visitante atento observe que cada tanto, sobretodo cuando hay poca gente en el museo, el esqueleto se estremece como si lo recorriera un escalofrío. Claramente una ilusión óptica ya que no hay escalofríos sin sangre y sin un sistema nervioso, algo que el esqueleto no posee. Pero, aunque no hay una explicación lógica para el fenómeno, estos síntomas son reales. Y a la noche, cuando ya no hay visitantes en el museo, el esqueleto sabe que aunque no parezca, hay un corazón que late, aunque sea lo suficiente para generar esos escalofríos. No será tal vez un latir que retumbe en la sala, que cubra los huesos con carne palpitante. Un corazón que produzca el amor a Dios que busca San Pablo. Pero sí un corazón que espera que Dios tenga un lugar, en Su museo eterno, para un esqueleto de dinosaurio. Aunque no le guste a San Pablo.

Alfonso

Comentarios

Anónimo dijo…
Estimado Alfonso (permítase la confianza de este desconocido; Chesterton decía que cuando se pierda la confianza en un desconocido, el mundo estará perdido): Muy interesante e ilustrativa su página. Lo comprende muy bien, créame. El Padre Castellani, de quien tal vez jamás le han hablado (al menos, bien) le decía a un gran literato argentino que se quejaba sentidamente de no tener amor a Dios, que Cristo enseña que el que cumple los mandamientos, ama a Dios. La Religión no es Experiencia de Dios, como se dice ahora, sino "relacion" con Dios a través de la FE, que es un don gratuito. Ningún hombre religioso -salvo una gracia especial- tiene "experiencia" de Dios ni, acaso, otra prueba de Su Amor que la vida misma que él vive. Nuestro retorno es el cumplimiento de la ley de Dios, cada vez con mayor intensidad según pasen los años y la vida vaya buscando afanosamente ese retorno a la infancia espiritual (no la ingenuidad espiritual, si me entiende) que tan misteriosamente elogian Nuestro Señor y los santos. No esperemos experiencias místicas que, sobre no merecerlas, no están en la normalidad de la vida espiritual; sí, podemos esperar sequedad, "noches obscuras", crisis y asentamiento en la seguridad interior del Amor Divino. Llevar esto a alturas heroicas nos será dado a veces, o no nos será dado. Y no seremos menos Hijos de Dios por eso. Tiene Ud. buena pasta para las letras: es claro, tiene algo para narrar y lo hace bien. Acaso su misión, su infancia espiritual, sentirse niño en las manos del Altísimo, es esta misión que Ud. tiene y hacerlo como lo hace, con agradecimiento por lo bueno que ha recibido y vivido, y deportiva mirada hacia lo malo o penoso. L.b-C.

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