Un milagro en la isla

A fines de Mayo 2013 mis suegros llegaron a pasar un par de semanas con nosotros. Es una saludable costumbre que, juntando millas y ahorros durante un tiempo, tienen la posibilidad de venir a visitarnos a esta esquina de Estados Unidos, tan lejos de las rutas habituales de los argentinos que aún viajan por el mundo. Generalmente coincide el viaje con algún evento familiar de importancia, como cuando hace un par de años pudieron estar acá en Beaverton para la Primera Comunión de Nicolás.

Esta vez pudimos celebrar en casa de unos amigos argentinos los 75 años de mi suegro, y, después de un par de semanas en las que se empaparon de nuestra vida cotidiana, nos fuimos todos de vacaciones por una semana a una isla en el extremo sur del Pugget Sound, llamada Herron Island.

El lugar lo encontramos por internet. Una casa con camas para 7 personas, totalmente amueblada, con bicicletas, kayaks, libros y juegos, ubicada en la costa en la punta de un acantilado, con una vista magnífica sobre el Sound, y rodeada de árboles. El acceso a la isla era exclusivamente por ferry, y no hay en el lugar tiendas o almacenes de ningún tipo, por lo que todas las provisiones tenían que ser traídas por nosotros.

Íbamos entonces con el van colorado cargado literalmente hasta el techo, ya que mis suegros, por esas cosas lamentables del sistema de reservas de American Airlines, tomaban su avión de vuelta a la Argentina en Seattle y no en Portland. El viaje fue sin incidentes, incluyendo la inevitable parada en un MacDonalds para estirar las piernas y llenar el estómago de lo que los americanos tan aptamente llaman “comfort food”.  A la hora calculada (eran cerca de las 4 de la tarde si mal no recuerdo), estábamos entonces haciendo cola para embarcar en el pequeño ferry que unía la tierra firme con la isla. El ferry en cuestión, tenía capacidad para unos 12 vehículos y alternaba entre la isla con una frecuencia de aproximadamente dos viajes por hora, entre 7 de la mañana y 5 o 6 de la tarde.

Naturalmente, los chicos (excluyendo Alfonso que estaba absorto con su iPad mirando algún video de Disney) fascinados con la aventura y, porque no admitirlo, los grandes encantados también.

Una vez en la isla, tomamos rápidamente posesión de la casa donde pasaríamos una semana, y creo que a menos de una hora de llagar, ya estábamos whisky en mano, cómodamente sentados en un gran balcón con vista al mar, probando una variedad de riquísimos quesos que mi suegro generosamente contribuyó para el evento. El torbellino de chicos eligiendo cuartos y camas, la descarga del van, el reconocimiento obligatorio de la casa y alrededores… todo eso había quedado atrás y era hora de empezar, oficialmente, a disfrutar de las merecidas vacaciones.

¡Y las disfrutamos! La casa excedió nuestras expectativas de comodidad. La isla era un lugar eminentemente tranquilo, llena de ciervos y mapaches confianzudos que se acercaban a comer prácticamente de la mano de Nicolás. Además de una buena variedad de libros que ya había en la casa, es una realidad que es difícil alejarse estos días del omnipresente WiFi! Mi suegro jugaba como un chico con su nueva adquisición, un iPad que le abrió la vida al mundo de conexión instantánea a sus mails, diarios y otras cosas más. Mi suegra, por su parte, seguía de cerca las actividades de sus otros 8 hijos, sea en Argentina o en España, con un celular de Samsung y una aplicación llamada “WhatsUp!” que nos informaba a todos con un sonoro silbido cuando alguien mandaba algún mensaje. Dolores y yo, naturalmente, no nos quedábamos atrás con nuestras respectivas tablets, y eran Victoria y Nicolás los que no se conectaron a la red durante esa semana.

En el dormitorio principal del primer piso, donde nos habíamos instalado Dolores y yo, había una televisión gigante, conectada a un reproductor de DVDs y otros aparatos, y ahí encontró Alfonso su refugio donde, mirando y re-mirando Dumbo, Brave y Beauty and the Beast, disfrutó, a su manera, muchas horas en la isla también. Estas maratones visuales a las que está acostumbrado, fueron intercaladas con un par de viajes en kayak, que también disfrutó con sus hermanos.

Fue en este lugar, que también festejamos el cumpleaños de Nicolás. Panqueques al desayuno, regalos, fotos… Nicolás pudo ser una vez más el centro de los acontecimientos y monopolizador de conversaciones – lo que no le cuesta mucho! – pero esta vez de forma un poco más legítima.

Como dije, todos disfrutamos la semana muchísimo. Nicolás y Victoria usaron kayaks solos por primera vez. En los mismos, Dolores y yo dimos en una hora y pico la “vuelta a la isla” remando también. Buena comida rociada de buena bebida fue, naturalmente, parte esencial de nuestra experiencia. Había juegos, videos, bicicletas… El domingo salimos para ir a misa, e introdujimos a mis suegros a una tradición americana: Kentucky Fried Chicken! 

La última noche, con las valijas casi listas, llegó la hora de mentalmente despedirse de la isla y prepararnos para la vuelta a la realidad… mis suegros por vía de un viaje en avión a Buenos Aires desde Seattle, y nosotros a casa y las rutinas habituales del verano. Era en esa actitud quasi contemplativa del pasado reciente y el futuro próximo que estábamos pasando la última velada en cómodos sillones de cuero, whisky en mano, naturalmente. Cosa rara, como notando el clima de despedida, Victoria y Nicolás se habían sumado a la conversación, y, desde nuestro dormitorio, cada tanto Alfonso irrumpía en el living, daba una vuelta y volvía a su pantalla gigante.

En eso estábamos cuando Dolores, con ese misterioso instinto de madre decide levantarse a ver en que estaba Alfonso. Tal vez algún reloj interno le había indicado un cierto número de minutos de silencio… o vaya a saber el Ángel de la Guardia de quién le tocó el hombro y la mandó al dormitorio a ver en que estaba nuestro hijo.

Pero no estaba. Para su horror, rápidamente comunicado a mí y al resto con un grito de miedo y preocupación, constata que Alfonso se había caído desde la venta del primer piso, sobre la losa de cemento de abajo y ahí estaba, en cuclillas y obviamente asustado.

Bajo corriendo la escalera y lo miro y lo toco, sin ver ninguna lastimadura demasiado a la vista. Asustado con la memoria de como Victoria se había roto el brazo al caerse de su cama, no hacia tanto tiempo, y muy consciente que era de noche y que el ferry que nos unía a tierra firme y al hospital más cercano ya estaba fuera de servicio, lo alcé a Alfonso y lo subí de vuelta al living, donde lo acosté sobre el sillón de cuero que a escasos minutos atrás era la cómoda base de nuestras conversaciones.  Ahí le saco la camisa y pantalón de pijama que tenía puestos, y paso las manos por todo su cuerpo a la búsqueda de una rotura primero… un moretón después… un rasguño al menos?

¡Nada! Mi hijo se había caído desde una ventana en un primer piso, sobre una losa de cemento, y más allá de lo que pareció ser una renguera que le duró dos días, no le pasó absolutamente nada. Miramos y remiramos esa ventana, la altura de la misma, el piso abajo… y no entendimos como esto pudo haber pasado sin consecuencias, tal vez trágicas, para Alfonso. Pero así fue.

Pasado el susto inicial que generó silencios y cortó conversaciones rápidamente todos rezamos en agradecimiento a este regalo del cielo (porque honestamente no se me ocurre interpretarlo de otra manera) que fue la falta de consecuencias de esa caída. A la mañana siguiente, mientras terminábamos de cargar el van para emprender el camino de vuelta, saqué una foto de la ventana, para no olvidarme nunca del regalo que Dios nos quiso dar esa última noche de vacaciones: una prueba de como todo en la vida puede cambiar en un instante, como Dios con su amor infinito nos protege a cada instante.

Son esas verdades que a uno le enseñan de chico, que aprende mejor o peor, que uno se termina olvidando… pero que en un segundo se pueden hacer presentes, con mucha fuerza, en la vida de todos.

Ese fue el milagro de la isla. No creo que lo olvide nunca.

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