Mi increíble paseo por Calvarrasa de Arriba

Era media mañana cuando terminé de cerrar mi única valija y me dispuse a seguir mi viaje por España. Hacía una semana que me hospedaba en el hotel Plaza Mayor de Salamanca, frente a la lindísima Iglesia de San Martín de Tours y a pocos pasos del Ayuntamiento. Me proponía volver a Madrid, vía Ávila, usando la A-50, una moderna autopista que une las tres ciudades. Mi GPS no andaba ese día, y por lo tanto yo estaba usando un mapa turístico, nunca suficientemente claro, que me llevó al sur del rio Tormes (¿dónde estará el lazarillo? no puede dejar de preguntarme…) en búsqueda de la entrada a la autopista. Venía bien encaminado, o así creía yo, cuando en menos tiempo de lo que tardé en mirar del mapa a la ruta y de la ruta al mapa, me encontré en el Paraje las Pellejonas primero y de ahí, enorme rotonda de por medio, en la ruta CL-510, que según el mapa parecía seguir una dirección similar a la A-50... pero no era la misma. Bajando la velocidad (había bastante tráfico local ese soleado martes de mayo), pensé para mis adentros que tal vez encontrase en un rato algún lugar para almorzar algo “típico”, tal vez… aunque viajando solo uno nunca está seguro si el lugar al que entra es “típico” de la zona, o de hecho un trasplante de lo "típico" de otro lado.

Así es que pasé raudo una horrible estación de servicio “GALP”, después de la cual el paisaje urbano fue reemplazado por ondulaciones cubiertas de encinas, alternando con campos sembrados de no sé qué. Fue así que me topé, bastante de repente, con el pueblo de Calvarrasa de Arriba, un lugar pequeño y simpático (o así me pareció al principio) que, vaya uno a saber porque, me se veía tentador y ahí me detuve. Lo primero que me llamó la atención al salir de la ruta y dirigirme al Ayuntamiento y una diminuta y redonda Plaza Mayor, fue ver lo viejas que eran las casas. Es más, parecía que las casas más viejas se agrupaban en la calle irónicamente llamada “Casas Nuevas”. Mi memoria me llevó por un momento a mi viaje a Tenerife hace tantos años, cuando me enteré que el editor de un diario de derecha era el Sr. Izquierdo, que el presidente del Partido Comunista era un tal Iglesias y las frutas del mercado ostentaban un gran cartel “No tocar” y estaban cubiertas de moscas. En fin… me voy por las ramas.

El hecho es que acá estaba yo, en el epicentro de Calvarrasa de Arriba, con un calor que se caían los pájaros y a la búsqueda de un lugar agradable para comer algo. Di un par de vueltas a la rotonda central, y rápidamente recorrí, desde la comodidad de mi auto con aire acondicionado las calles Larga, Corta, Angosta (si… son nombres de calles) para después internarme en Sindicato, El Baño y no seguí por Arrabal de miedo a donde me llevaría. La verdad que uno se da cuenta cuando las casas son antiguas o simplemente viejas y rotas, y de estas últimas parecía haber muchas en las tortuosas y angostas calles que los vecinos de Calvarrasa nombraran con tan poca imaginación o sentido de la historia. Lo que tenían en común eran las puertas y ventanas cerradas, y llegué a preguntarme, por un momento, si no estaba en una de esas ciudades fantasma, abandonadas por sus habitantes a las apuradas ante una tragedia repentina.

Fue al acercarme a la puerta de un par de negocios, cuando pude ver que el horario de atención excluía un generoso período para la siesta, siesta que parecía ser respetada a rajatabla en Calvarrasa de Arriba. Estaba a punto de dar fin a mi breve tour y de seguir viaje por una ruta que ya no estaba tan seguro era el camino correcto a mi destino original de Ávila y Madrid, cuando en la intersección de la Calle El Baño con el camino que me había traído de Salamanca veo tres carteles color violeta con forma de flecha que indicaban:

“500m ermita Ntra. Sra. Virgen de la Peña (S. XVII)”
“500m Plaza de Toros, Siglo I”
“1000m Fuentes Romanas, Siglo I”

No puede dejar de preguntarme, con mi hábito adquirido de escribir y corregir textos, porqué la palabra ermita estaba escrita con minúscula en el cartel, pero admirador de los romanos siempre he sido y confieso que me atrajo ver unas fuentes romanas, perdidas en medio de la nada (con perdón de los habitantes de Calvarrasa de Arriba) y me adentré por la Av. Peña, angosta y de cemento, rodeada de casas un poco más modernas intercaladas con demasiada frecuencia por terrenos baldíos. El cemento no duró mucho más que una o dos cuadras, para ceder al ripio y una ligera curva a la derecha, que parecía llevarme en el tiempo hacia las ruinas romanas que me esperaban adelante. No tardé en llegar a lo que supuse era la ermita en cuestión, que del camino se veía como dos cubos de piedra uno al lado del otro, con una minúscula ventana en uno de los lados. Supuse que la
entrada a la ermita estaría en el lado opuesto, invisible desde el camino, y dejando el auto en un costado (tráfico no parecía ser un problema en ese momento y en ese lugar), caminé alrededor del edificio para encontrar la fachada, igualmente de piedra, mostrando en el centro una puerta gris oscuro bajo un arco estilo románico… y herméticamente cerrada. 

Sobre la puerta, se podía apreciar el relieve de un escudo de armas, pero el tiempo o algún vándalo hacía mucho que habían borrado sus dibujos, y el escudo mostraba solo el relieve de sus bordes, pero un centro listo y, al menos desde la distancia que yo lo observaba y bajo el sol brillante y pese a mis anteojos negros, aparentemente vacío. Miré alrededor, pero además de un árbol que parecía haber sido podado con inusitado entusiasmo pero que pese a eso mostraba algunas ramas verdes, yo estaba solo y, por lo visto, me quedaría con las ganas de ver el interior de la ermita.


La ermita estaba ubicada en la punta de una pequeña loma, y parado en el pórtico observé que el camino daba una curva y se dirigía al sur hacia un cuadrado de piedra y lo que, a la distancia, parecía una fuente. Supuse que serían la “Fuente Romana” y la “Plaza de Toros” anunciada, aunque en la vida había visto una plaza de toros cuadrada. Pero en fin, el calor apremiaba y yo que a esta altura había más o menos desistido de mi almuerzo “típico,” me disponía a tranzar, al menos, por un poco de agua fresca y un descanso a la sombra de los dos únicos árboles que, en una de las esquinas del cuadrado de piedra, proyectaban algo de sombra en el paisaje circundante.

Dejé el auto donde estaba, y bajé la loma por un sendero pedregoso. Ya estaba traspirando cuando llegué a lo que efectivamente era una fuente, aunque mis sueños de ver algo más o menos elaborado y “románico” se vieron frustrados al encontrar apenas una enorme piedra de la que salía un caño que escupía agua (fresca y fría de por cierto) a un piletón también de piedra pero sin forma y sin tallar.  Yo no le veía a esto nada de romano y toda la dosis de historia que aparentemente iba a tener hoy me la dio una baldosa que al pie de la fuente proclamaba “Aquí bebió Pepe Botella”… el borrachín hermano de Napoleón que por lo visto, al menos en la vecindad de Calvarrasa, tuvo que conformarse con la misma agua que los romanos y yo habíamos tomado.


Dirigí entonces mi atención a la sombra de los dos árboles, para desde ahí observar con más detenimiento la supuesta “Plaza de Toros.” Efectivamente, el cuadrado con paredes de piedra parecía haber sido usado, hace no tanto tiempo para ese fin, y así lo indicaban unas puertas de madera en relativo buen estado, así como los burladeros, también de madera, estratégicamente ubicados en las esquinas y en un par de paredes laterales. Solo el pasto verde en el interior indicaba que hacía tiempo que ningún toro corría por acá, y atraído por la sombra que fresca se proyectaba sobre el mismo y una de las paredes de piedra, salté la misma y me senté a disfrutar del silencio e imaginarme a los hombres de otra época que habían usado este lugar para medir su destreza ante los toros más bravíos del mundo.

No sé cuánto tiempo estuve allí, cuando oigo el chirrido de lo que solo podía ser una bicicleta que se aproximaba. Sentado, y sin ninguna intención de pararme, supuse que sería el primer lugareño que terminaba su siesta, y se dirigía hacia el pueblo que yo había dejado unos 20 minutos antes… o vendría del mismo. El sonido no me permitía determinar la dirección en que viajaba la bicicleta. Dispuesto a ignorarlo, y dejar que mi imaginación siga su viaje por estas comarcas cargadas de historia, ya me preguntaba que estuvo haciendo Pepe Botella por acá, o si usó este mismo lugar para los caballos de su escolta o sus carruajes, cuando oí que la bicicleta se detuvo, y las piedras del camino crujieron bajo los pies de alguien que se acercaba. Como yo había dejado mi auto del otro lado de la ermita, estaba seguro que quien viniese no conocía mi presencia, y me quedé quieto, a la expectativa.

Oí que los pasos se acercaban a la pared de piedra, y caminaban a su lado dirigiéndose a la puerta de entrada, que estaba en el lateral opuesto al lado sombreado donde me encontraba. Lo primero que ví, en el espacio entre la parte inferior de la puerta y el piso de tierra, fueron unas zapatillas bastante grandes y raídas, y después unas manos que se apoyaron en la parte superior y empujaron la puerta para abrirla para dar paso a un hombre de unos 50 años. Era un hombre alto y panzón con cara cachetuda y ojos chicos. Su forma de vestir era dejada, aunque a esa distancia al menos parecía limpio. Dejando la puerta abierta, y sin dar señas de haberme visto, caminó pausado hacia el centro del cuadrado, murmurando para sí palabras que no terminaba yo de entender.

Inmóvil, y suponiéndome más o menos oculto por la sombra que contrastaba con el brillo de la luz en el centro de este verdadero potrero abandonado, miré al personaje que acababa de entrar, debatiéndome si tenía que pararme y saludarlo, o al menos levantar un brazo en un gesto de saludo, de amistad. Pero el calor y mi cansancio me disuadieron, y me quedé como estaba, quieto y cómodo a la sombra, sentado en el pasto y apoyando mi espalda en una de las paredes de piedra que, al menos como anunciaba el cartel violeta, habría sido levantada por los romanos, o más probablemente sus esclavos.

Pero mi anonimato no iba a durar mucho. El recién llegado, que seguía hablando solo, empezó a gesticular como si estuviese discutiendo con alguien, y en eso me descubre. Se quedó quieto por unos segundos, y mirándome empiezó a caminar hacia mí. De mi parte, un poco preocupado por el aspecto de este personaje, empiezo a incorporarme, por las dudas y por cortesía. Ya no estaba muy seguro cuan confiable sería este hombre, o si, tal vez, tendría yo que escalar la pared y poner pies en polvorosa, cuesta arriba hacia la ermita y la seguridad de mi auto que, pensé no sé porque, debía ser un verdadero horno en un día como estos.

Sin querer dar la mano hasta no saber más sobre este aparecido, levanté la mía en gesto universal de paz y amistad, cuando él todavía estaba lejos, y le tiré con más alegría y confianza de la que sentía un “¡hola! ¿cómo anda?” que esperaba yo sonase sincero y amistoso. “Muy bien, gracias a Dios y María Santísima” fue su respuesta mientras siguió cubriendo con pasos deliberados la distancia que nos separaba. Viéndolo más de cerca, pude comprobar que las zapatillas estaban de hecho tan raídas como parecían a distancia, y que la ropa estaba más sucia de lo que supuse. Parecía ser, a primera vista, un hombre pobre, aunque sus manos y ciertamente su estómago protuberante, no indicaban una vida de esfuerzos físicos. La sonrisa que me dedicó parecía sincera, y pude ver unos dientes que se hubiesen beneficiado hace años del tratamiento de un dentista, pero, aunque rotoso, el hombre parecía amigable y, tal vez, fuese capaz de instruirme en la historia de este lugar y sus costumbres.

Fue así que me presenté, y le conté en dos o tres pinceladas quién era y que me había traído a este rincón del mundo. Le expliqué mi interés por la genealogía de la familia, y le confesé que estaba un poco perdido en mi camino hacia Ávila, ciudad natal de Santa Teresa la Grande, mi parienta. Los ojos del hombre cuyo nombre aún no conocía (yo tampoco le había dado el mío), brillaron un poco más a la mención de la reformadora del Carmelo, e intuyendo que tal vez los temas religiosos fueran de su agrado, le pregunté por la historia de la ermita que veíamos perfectamente desde el lugar donde, a esta altura, estábamos sentados lado a lado. Me sorprendió cuando su aparente entusiasmo por Santa Teresa se empaño, y con un tono duro en la voz que hasta entonces no había oído, me pregunta si había notado que la puerta estaba cerrada. Suponiendo que la razón para tal imposibilidad de acceder al templo se debía a la hora de la siesta, me tomó de sorpresa cuando mi interlocutor se lanzó en una diatriba contra el párroco del pueblo, el episcopado español y el mismo Papa, a quienes atribuía, individualmente y en conjunto, los males del mundo.

Siempre me consideré de derecha, y soy escéptico del papel de muchos curas, obispos y Papas han jugado en la historia de la Iglesia, pero la virulencia de este extraño me resultó chocante y preferí cambiar de tema a un terreno más seguro. Le pregunté entonces si esta zona de España había sufrido durante la Guerra Civil de 1936. “¿Sufrido?”, me pregunta él, una vez más endureciendo la boca y achicando aún más los ojos, si eso fuera posible. “Defina Ud. la palabra sufrido,” me desafía. “Bueno… sufrir, me refiero a lo que comúnmente la gente entiende por esa palabra… hambre… frio… muerte de parientes y amigos… no se…” traté de contemporizar. Era claro que el hombre se estaba alterando cada vez más y yo no entendía porque. “¿Usted no sabe lo que es sufrir? Yo quiero su definición… ¡no la de otros! ¡Defínase!” y con eso golpeó el piso con el puño.

Supuse que habría tocado algún nervio, y que el hombre habría perdido un padre, un tío o un pariente en la Guerra Civil. No tuve tiempo para empezar a esbozar una estrategia de salida, cuando se lanzó con una diatriba contra Franco y los franquistas, que él parecía ver por todos lados. Sospecho que empezó a imaginarse que yo era franquista, y empecé a sentirme inseguro en este rincón del mundo, en esta plaza de toros romana. Ante tanta pasión anti-franquista, supuse que el hombre provendría de una familia de comunistas, o más probablemente anarquistas. ¿Sería esa la raíz de su odio a los curas y el episcopado también? Pero cuando quise hablar de su familia… en fin… digamos que me quedó claro que también con ellos tenía sus conflictos.

“Mi padre ha muerto y mi hermano no me habla,” me dijo. Me puse en el pellejo de su hermano por un momento y confieso que le tuve lástima. “¿Y hace mucho que murió su padre?” le pregunté tratando de buscar una conexión emocional con este hombre tan visiblemente atormentado. “Para mí está muerto hace mucho… lo dejé en Calvarrasa de Abajo.” “¿De Arriba?” pregunté yo suponiendo un lapsus… “¡No, de Abajo!” dijo enojándose una vez más. “¿Y eso es muy al sur de acá?” “¡No! ¡Es al norte!” me grita con odio ahora. Yo ya estaba mareado y francamente asustado con este tipo (que ahora noto portaba una creciente calvicie) a mi lado. 

En eso se hizo un silencio (la verdad que yo ya no sabía de qué hablar), y mi interlocutor pareció tomar un poco de aire y calmarse un poco. Me preguntó si había almorzado, y opinó que se hacía tarde si yo quería llegar a Ávila y Madrid antes de la noche. Encantado de la oportunidad de volver a un tema agradable, y en búsqueda de una chance de levantarme y seguir viaje, lejos de esta plaza de toros abandonada y poblada únicamente por un tipo cuyas capacidades mentales estaban claramente comprometidas, me dispuse a contestar cuando me interrumpió para decir, mirándome fijo: “Si Ud. no define la palabra “sufrir” no se puede hablar con Ud… claramente estamos perdiendo el tiempo. ¡Defina sufrir!” gritó esta vez, y me pareció que un eco retumbaba en el potrero.

En eso, ante mi asombro, por la puerta abierta entra un toro negro, y mi interlocutor se levanta de un salto, con una capa colorada y una espada y corre al centro de la plaza abandonada. El toro no parece prestarle atención, al menos por ahora, y yo me paro para salir lo antes posible, pero mis ojos están clavados en el espectáculo de este hombre que a los gritos corre hacia el toro, envuelto en una capa colorada. Y lo que yo creía que era una espada es de hecho una escoba, con la que el hombre golpea al toro con violencia. Me quedo atónito ante la pasividad de este toro que no parece inmutarse ante los escobazos del desvariado, y miro con más atención y me doy cuenta que en vez de un toro fuerte y lustroso se trata de una vaca vieja y cansada, y bastante flaca, que parecía reírse del hombre que la golpeaba.


Esto no pareció hacer mella en el frenesí del loco, que a escobazo limpio grita “¡Lefebrista! ¡Franquista! ¡Aprendé a sufrir!” Frustrado tal vez ante la pasividad de la vaca, levantó la escoba y empezó a caminar hacia mí, y sigue gritando: “¡Le voy a sacar el olor a oveja! ¡Inmoral! ¡Calumniador!” Parecía que se movía en cámara lenta, cuando vi que por detrás de los burladeros empiezan a aparecer centenas de gallinas. Marrones, blancas, negras… surgen como ríos plumíferos y empiezan a llenar la plaza, cacareando, picoteando no sé qué. Son tantas el caminar del loco se empezó a hacer más difícil. El aire se llenó de plumas… las plumas me caían en la cara… ya no veía la vaca, las gallinas habían convertido el pasto en polvo que se levantaba como una nube. Ahora solo veía dos manos agarrando una escoba, pero todavía oía los gritos desaforados: “¡Masón! ¡Paraguay! ¡Eclesial! ¡Mozart! ¡Gallinas!” 

“¡We stop fifteen minutes!” dijo una voz diferente, en inglés pero con acento español, y me desperté sin aliento, cuando una hoja de encina me cayó en la cara. Miré al ruedo y estaba verde y silencioso, sin rastros del torero desquiciado, la vaca loca o las gallinas hambrientas. Atrás de la pared de piedra, la puerta hidráulica de un ómnibus que llegaba con algunos turistas a bordo, terminaba sus chiflidos, y voces con inconfundible acento americano se levantaban en una tarde que ya no era tan calurosa como hacía unas horas. Me levanté, y turbado todavía por mi sueño, caminé de vuelta a la ermita camino al auto.


Me sorprendió encontrar la puerta abierta, y entré un momento a la oscuridad fresca del recinto. Al fondo y a la derecha del altar, sobre un pedestal y rodeada de jazmines cuya frescura perfumaban el ambiente, una imagen de la Virgen con el Niño Dios en brazos me sonreía con cariño. Era la Virgen de la Peña. Vestía un vestido blanco con encajes dorados, y una corona de plata ceñía su frente y la de su Hijo. La luz del poniente entraba por una pequeña ventana hundida en la piedra, y no sé por qué me emocioné ante su maternal sonrisa y ofrecí una plegaria por el loco de mi sueño, que lo abrace y arrope como Ella hacía acá con su Hijito Divino. Que si algún hombre como el loco existiese por ahí, que le abra los ojos, que lo haga feliz y que le muestre que el mundo es un lugar mucho más lindo que lo que él se imagina.


Llegué a Madrid esa noche, agotado y muerto de hambre. Después de comer un cocido madrileño regado con un delicioso Casa Castillo, me retiré a mi habitación en el hotel Ibis. Dese la ventana de mi cuarto, antes de cerrar las cortinas y apagar la luz, vi del otro lado de la Calle Julio Camba, la Plaza de Toros, la Monumental de las Ventas a donde iría al día siguiente con un amigo a disfrutar del espectáculo de música, sangre y coraje que se festeja en torno a la festividad de San Isidro Labrador, patrono de la capital española. Me acordé una última vez del loco, y apagué la luz.



Nota del autor (Alfonso): Creo que no tengo que aclarar que esto es un trabajo de ficción. Cualquier semejanza con personas reales, es pura coincidencia, como dicen. Nunca estuve en Calvarrasa de Arriba (ni de Abajo!), nunca soñé con ningún loco como este y no conozco Salamanca aunque, como habrán leído en algún recuerdo por ahi, si estuve en Las Ventas! 

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