El cáncer y yo
I
Durante muchos años el cáncer avanzó sigilosamente por mi cuerpo. Se instaló en el hígado, los pulmones, el cerebro, la columna y otros lugares. Como un ejército que avanza sigiloso en la noche, fue tomando posiciones estratégicas, y cuando se sintió suficientemente fuerte lanzó su ofensiva final. El cáncer tenía razones para ser optimista. Durante diez años, los médicos miraron para otro lado, y le habían dado tiempo de crecer y hacerse fuerte. Seguramente pensaba que, con un poco de suerte, la ofensiva sería breve e irreversible.
Y efectivamente ese fue el diagnóstico que recibí del Dr. Mangla del University Hospital en Cleveland. “De no recurrir a un tratamiento, es imposible predecir cuánto tiempo de vida le queda”, me dijo. “Dependiendo de cuánto ha avanzado el cancer en el cerebro, tiene Ud. entre algunos días y algunas semanas de vida”.
No hubo lágrimas ni escenas dramáticas porque la revelación ya no era una sorpresa. De hecho, una ecografía había revelado unos días antes unas sombras sospechosas. Atrás del lenguaje médico-técnico igualmente obscuro, el análisis de imágenes revelaba la fuerte posibilidad de un cáncer que había hecho metástasis. Y mi cerebro (con o sin tumores), no tardó en desarrollar en un alto grado de detalle, lo que esto significaba para mi, y, sobre todo, para mi familia. No en vano los que me conocen interpretan como pesimismo, mi hábito de contemplar, siempre que puedo, “la hipótesis probable peor”.
Como si el haber sido detectado diera al cáncer mayor fuerza, el cuadro empeoró. Y lo que antes eran incomodidades o molestias se convirtieron en fuertes dolores. La primera víctima fue el sueño. Sin poder dormir más de dos horas (sólo podía acostarme sobre mi lado izquierdo debido al dolor en el resto del pecho), pasaba de la cama al sillón en búsqueda de una posición que minimizara el sufrimiento. Con el dolor vino la pérdida de apetito (perdí 15 kg en tres semanas) y un cansancio inmobiliizante que pesaba sobre mi como un salvavidas de plomo, postrándome durante todo el día. No había cómo negarlo. La batalla había empezado, el cáncer iba a por todo, sin tomar prisioneros… y llevaba todas las de ganar.
Cuentan que en los “navíos de línea” del siglo XVIII (aquellos barcos con tres o cuatro puentes y docenas de cañones) uno de los preparativos clave antes de entrar en batalla, era desparramar arena en el puente, para que una vez que empezara a correr la sangre, los combatientes no se resbalaran. Con un poco de retraso en mi caso, así fue que decidí que, pese a que la batalla ya había empezado, había que tomar algunas medidas para preparar el puente, y estar listo para cualquier eventualidad. Resbalar ahora tendría consecuencias serias. Y definitivas.
De una manera que algunos tal vez considerarían morbosa, en medio de esta primera ofensiva del cáncer, me dediqué a “poner mis asuntos en orden”. Compré tres tumbas para mi familia en un cementerio católico cercano, escribí los códigos de acceso a mi celular o computadora para que estuvieran disponibles a mi mujer Dolores. Busqué presupuestos en casas de servicios fúnebres, ordené mis cuentas en el banco, obtuve una licencia por enfermedad con mi empleador y, no sin algo de bronca, cancelé un viaje a Londres y Zagreb que veníamos preparando con Dolores hace meses. “Ya lo haremos más adelante”, me consolaba ella. Y confieso que, en esas primeras semanas de la batalla, yo no le creía.
De mayor importancia aún, me pareció ordenar y trabajar en el frente espiritual. Quise buscar un lema, un “grito de guerra”, un “slogan” que me sirviera de inspiración para los días o meses difíciles que ya estaban acá. Lo encontré en “Fiat voluntas tua”, la oración que nos enseñó Jesús y que Él mismo rezó en el Huerto de los Olivos, mientras se preparaba para los sufrimientos indescriptibles de Su pasión redentora.
Quise desde entonces que esa fuera mi brújula. Entregarme a la voluntad divina sin peros e independientemente del resultado. Con miedo pero sin dramas. Con esperanza pero sin poner condiciones. Con fe. Una fe que conozco escasa, y que no considero suficiente para este momento supremo.
Pero, refugiándome en una racionalidad que mucho me había ayudado, no me quedaba otra que preguntarme: ¿No fuí yo educado toda la vida, y profesé ante todos, una serie de principios religiosos y morales que incluía la aceptación de la voluntad de Dios antes que la nuestra? ¿Y que tal el “valle de lágrimas”? ¿No acepté siempre que el sufrimiento aceptado con resignación es purificante y agradable a Dios?
Con 60 años cumplidos, ¿resultaría que todo esto fue un discurso vacío, una farsa, un “show” para los demás? O iba a buscar, con todas mis carencias, vivir esta prueba “como Dios manda”, y ponerme a la altura de las circunstancias, y vivir, al menos a partir de este momento, con más sinceridad esa fe que durante décadas sentí más como un esqueleto vacío que como una luz que iluminaba mi existencia. La fe heredada de mis padres y mis antepasados. Una fe que no tiene la luminosidad de un faro que guíe a los navegantes en la tormenta. Una fe que tal vez se parezca más a una vela que chisporrotea, indecisa ante su misión de dar luz. Pero, al fin y al cabo, una fe que es la mía, la de mis padres, mis antepasados, y una legión de hombres y mujeres que se lucieron con ella y me dan un ejemplo, que me muestran que con la ayuda de un Dios, que es bueno, nada es imposible.
No se quién dijo que la hipocresía es el tributo que el error le presta a la verdad. Tal vez me sienta medio hipócrita al embanderarme ahora con la religión y la fe. Pero es mi tributo. Apuesto mi salvación eterna a que esto valga algo ante los ojos de Dios. Rezo para que lo convierta en un punto de partida imperfecto para un hombre imperfecto. Canto con gusto entonces, como Freddy Mercury (o Garrick antes que él) “The show must go on”. Si mi corazón aún no arde con la fe que mueve las montañas, que al menos mis actos no la contradigan. Que no cierren puertas o quemen puentes. ¿Es temerario esperar que el resto quede librado al “voluntas tua” que abrazo ahora?
Embanderado así con este “Fiat”, y apremiado por el dolor y las incógnitas, decidí ir dando mis primeros pasos. Sin querer inventar la pólvora, decidí seguir el mapa y usar las herramientas que Dios nos dio y que la Iglesia administra hace siglos . Una confesión general y la unción de los enfermos (otrora la “extrema unción) fueron la primera obviedad. Pero también un esfuerzo por mostrar a mi familia y mis amigos paz y resignación con lo que me ha tocado. Seamos francos. Si el desenlace de esta lucha es la muerte, ¿quiero ser recordado como el tipo que pasó los últimos meses de su vida deprimido y no resignado a su suerte? Así que, deliberadamente, tomé la decisión que, además de los preparativos “prácticos” (tanto espirituales como materiales), había que poner “al mal tiempo buena cara”. “¡The show must go on!” indeed. De mi parte estoy seguro, y pido la gracia de que Dios a quien ningún show engaña, se sirva de mis circunstancias para efectuar un cambio profundo, y que, cáncer o no cáncer de por medio, pueda yo, finalmente, vivir la fe de una forma más auténtica.
Mientras se luchaba en mi cuerpo esta batalla que causaba estragos en mi sueño y mi vida diaria, encontré en mi familia y mis amigos una fuente (hasta cierto punto previsible, hasta cierto punto sorprendente) de consuelo y apoyo. La catarata de manifestaciones de cariño y promesas de oraciones, se sentía de a ratos abrumadora. Por via de WhatsApp, email o la clásica tarjeta “Get well” tan común acá en Estados Unidos, me llegaron saludos, promesas de oraciones y sugerencias de muchos.
De una forma difusa al principio, pero con cada vez más claridad con el paso de los días, pude ver que Dios se servía de mi enfermedad para reavivar la fe de muchos de mis conocidos. Una amiga, apartada de la religión desde hace muchos años, entra a una iglesia en Londres, prende una vela, reza por mí y le encarga al cura una misa por mi recuperación. Un amigo se siente inspirado a terminar una caminata a Luján que había quedado inconclusa hace décadas y la ofrece por mis intenciones. Cerca y lejos de casa, rezos y ayuda me rodearon como un abrazo solidario que no pudo sino emocionarme y sorprenderme. Un amigo me dijo que su intención era “tomar el cielo por asalto”, y parecía que las escaleras ya estaban contra las murallas, los arietes golpeando las puertas y el cielo, cómplice ciertamente, listo para rendir la plaza.
II
Y ahí estaba mi oncólogo, anunciando la corta vida que me quedaba por delante de no mediar algún tratamiento exitoso. La pantalla de su computadora mostraba la imagen de mi tórax. Las manchas blancas indicaban tumores cancerígenos. Imposibles de contar. Me vino a la mente un árbol de navidad lleno de luces. Y, en este caso, las luces no eran buena noticia.
Ante tal diagnóstico no hay mucho que decir. La pregunta “¿qué hacemos ahora?” era obvia. Y el Dr. Mangla tenía una respuesta. Se lo veía muy tranquilo. Era obvio que había dado mensajes similares a muchos pacientes. Por un momento pensé como reaccionaron otros que se habían sentado donde yo estaba ahora, pero fue un pensamiento fugaz. La verdad que poco me importaban los demás en ese momento. El problema era mio, y con Dolores a mi lado, la pregunta, obvia o no, necesitaba respuesta.
Con calma explicó Mangla su estrategia. Sacó papeles y me leyó nombres de drogas con nombres eminentemente olvidables. Explicó tratamientos, algunos estándar, otros experimentales. Expuso etapas, ordenó más tests y recetó remedios. Me dio folletos y fotocopias prolijamente dispuestos en un carpetón con el logo del University Hospital, donde había también un bock de hojas y una birome. Me dijo que me servirían para tomar notas. Era obvio que yo no era pionero en nada, y que el camino que empezaba a recorrer en ese momento estaba ya trillado con los pasos de muchos.
No pude contenerme e hice otra pregunta obvia: “¿que posibilidades de éxito tiene este tratamiento?”. Pregunta para la que ya había también una respuesta practicada: “las posibilidades de éxito están entre el 50% y el 70%”. Fue sólo más tarde, camino a casa como pasajero en mi propio auto, ya que manejar me cansaba, que pensé en ese número mágico, ideal para satisfacer a un optimista con un 70% o a deprimir a un pesimista con el 50%. ¿Cuál era mi número? En fin. Será lo que Dios quiera. El “Fiat voluntas tua” no había cristalizado aún como grito de batalla, pero se asomaba como sugerencia.
Llegaba la hora de sincerar mi situación con la familia. ¿Le damos un disgusto a los más viejos? ¿Asustamos a los más chicos? La realidad, mi forma de ser, terminó imponiendo lo más simple: la verdad. Así fue que la noticia salió de casa al círculo de la familia y amigos. Nuestro rosario diario tuvo una intención nueva que se repetiría diariamente desde entonces. Y esa noche, como en las noches anteriores, el dolor siguió aumentando.
Antes de hacer nada, el oncólogo necesitaba más información sobre el enemigo, ese cáncer maldito que me quería llevar a la tumba. Durante los próximos días me sometí a una cantidad de tests necesarios para completar el diagnóstico. Un MRI de la cabeza para ver si el cerebro estaba afectado por tumores (no me sorprendió cuando encontraron dos), una biopsia del hígado para extraer una muestra del cáncer e identificarlo genéticamente y varios análisis de sangre se sumaron al PET antes mencionado.
Mientras esperaba los resultados, el médico me explicó la estrategia a seguir. El cáncer sería atacado simultáneamente en dos frentes. Por un lado, un grupo de especialistas se ocuparía de los tumores descubiertos en mi cerebro. Usarían una herramienta que parecía salida de las páginas de un libro de ciencia ficción, para realizar una “radiocirugía estereotáctica bisturí de rayos gamma”. El objetivo de este procedimiento era pulverizar los tumores del cerebro, sin dañar el tejido circundante.
En paralelo, empezarían un tratamiento relativamente nuevo llamado inmunoterapia. Se administrarían dos de esas drogas de nombre imposible de recordar, de forma intravenosa cada tres semanas. El objetivo era desenmascarar al cancer que con el tiempo se había camuflado muy hábilmente y ya no era reconocido por mi sistema inmunológico, para que este de algún modo “despierte” y pudiese atacar el cáncer ahora y en el futuro. A diferencia de la quimioterapia clásica, este tratamiento no causaría los malestares conocidos de la quimio. Parecía algo más sofisticado. Mas moderno.
Puesto así en blanco y negro el plan de ataque, y bajo el liderazgo de un médico reconocido en uno de los mejores centros médicos de Estados Unidos, hasta mi habitual escepticismo tuvo que permitirse un momento de optimismo. De todas formas, no estábamos listos para empezar aún. Había formularios que llenar y resultados que esperar. La biopsia en particular tardó más de lo que nos hubiera gustado. Y, mientras tanto, el dolor seguía en aumento.
Dicen que los esquimales tienen cien palabras para referirse a la nieve. Y tal vez sea mi falta de vocabulario lo que me impide describir de forma correcta el dolor que sentí en esos días. Tal vez algún día alguien invierta tiempo en crear diferentes palabras para los diferentes dolores. Por ahora, puedo decir que no recuerdo nada parecido en las seis décadas que Dios me ha dado en este mundo. Lo que supongo eran huesos y tejidos, y probablemente el hígado mismo, dolían de acuerdo a la posición que yo tomaba, sea en la cama, o cualquiera de los sillones de la casa que fui probando uno a uno hasta encontrar una postura que al menos disminuyera el sufrimiento. Me dolía todo el tiempo y como si fuera poco, de noche la mente me confundía frecuentemente con una sensación de “deja-vu”, una sensación de ya haber vivido esto antes. A tal punto era esto incómodo, que cuando encontraba una posición menos dolorosa, yo hacía lo posible por no moverme, por ninguna razón, para evitar lo que venía si lo hacía. En fin… no se lo deseo a nadie.
Pensé en esas noches, despierto mientras el resto de la casa dormía, que el dolor (el físico al menos) es algo eminentemente solitario. Solitario como la muerte misma, cuando ese umbral entre nuestra vida conocida y el misterio de lo que viene después lo cruzamos solos. Cuando, en un segundo, descubriremos solos si nuestra fe en Dios tuvo sentido.
Mientras mi mujer dormía para reponer las fuerzas que necesitaría para hacerse cargo de todo y de todos al día siguiente, sabía yo que aunque ella quisiera, no había nada que pudiera hacer para disminuirlo. Las caricias dolían y las palabras no alcanzaban. No quedaba otra que sufrir en silencio, antes de, eventualmente, colapsar de cansancio por unas horas, para despertar antes que salga el sol y repetir el ciclo. “The show must go on”, es verdad. Pero este show en particular no lo estaba viendo nadie. Sólo el pajama empapado de sudor producto del sufrimiento quedaba como testigo de la noche. “Fiat voluntas tua”.
Postrado y sin poder dormir, me vinieron más de una vez a la mente también pensamientos sobre la amistad. Nada como el sufrimiento solitario para evaluar quiénes son tus verdaderos amigos. Y yo, que de un modo casi masoquista me ufanaba de tener menos amigos que los dedos de una mano, tuve que constatar durante esta prueba que, como en tantas cosas y tantas veces, estaba equivocado. Como nunca antes, estaba experimentando gestos de amistad, o de caridad si se quiere, que no dejaban de sorprenderme. Desde un vecino con el que no hablo casi nunca que se apersonó a cortar el pasto de mi jardín, hasta una mujer amiga que, pese a su discapacidad grave se las ingenió para entregarnos (¡dos veces!) riquísimas milanesas para facilitarle las cosas a mi mujer. Desde un amigo que me llevó a misa cuando no me sentía con fuerzas suficientes para hacerlo solo, hasta docenas de personas que mandaron tarjetas con mensajes de apoyo, oraciones y confianza en mi eventual recuperación.
Hablando de mensajes de apoyo, merece especial mención el impacto del teléfono celular y aplicaciones como WhatsApp. Levantaba el ánimo y causaba alegría leer y oír mensajes de familiares y amigos, cercanos y lejanos. Mientras deambulaba por la casa de sillón en sillón en búsqueda de una posición cómoda para pasar unas horas más, el celular nunca estaba lejos. Leer estos mensajes fue más importante que nunca. Mis mensajes preferidos venían de personas que, al escribirlos, volcaban en ellos sus verdaderos sentimientos, y que decían lo que pensaban. Sin repetir frases hechas y convenciones sociales. Algunos venían con sugerencias prácticas que, por mi formación y temperamento, yo no estaba dispuesto a seguir, lo que no disminuía la gratitud que yo sentía por el cariño que esas sugerencias expresaban. Incluyo en esta categoría, consejos como los de seguir ciertas dietas, obtener objetos o productos milagrosos, peregrinar a ciertos lugares santos o participar de ciertas ceremonias religiosas como “misas de sanación”. Para bien o para mal (y tal vez yo sea el principal perjudicado) estas soluciones milagrosas no van conmigo. Perdónenme mis amigos, pero simplemente no puedo.
Hasta hace muy poco, mi actitud ante estas sugerencias o ideas que no se condecían con las mias, hubiese sido de rechazo directo, y, probablemente, ridiculizar o despreciar al sugerente. Sin embargo, esta enfermedad y este trance me enseñaron algo nuevo. Pienso ahora, que no puedo descartar que el Dios infinito e imposible de conocer enteramente que yo profeso adorar, se valga de muchas cosas que yo no entiendo para el bien de mucha gente. Puedo decir que a golpes de cáncer, estoy logrando una actitud mental más abierta a los caminos misteriosos de la Providencia.
Esta línea de pensamiento, me trajo a la mente, inevitablemente, el gran ensayo de C.S. Lewis sobre “El problema del dolor”. Este trata sobre la gran pregunta de por qué Dios permite el dolor en el mundo, si creemos que es tan bondadoso y tan omnipotente. En una escala microscópica a nivel cósmico, pero enorme a nivel personal, experimenté que Dios puede valerse del dolor para efectuar una mejora en las personas. En mi caso al menos, después de una vida de aridez y tibieza espiritual, nada como el sufrimiento paralizante para desnudar mi dependencia en los demás y en la Divina Misericordia. Entregarse (o al menos tomar la decisión racional de entregarse) a la voluntad de Dios, abre las ventanas del alma, purifica el ambiente. El precio es alto, pero no se si la inercia de mi vida hubiera cambiado de otra manera.
Mi mujer dice que soy un romántico reprimido, y tal vez tenga razón. Siempre admiré al arquetipo del héroe que sufría en silencio, que llevaba el “self-control” hasta las últimas consecuencias, que se sobreponía a las limitaciones del cuerpo para lograr lo que estaba buscando. Como decía Lawrence de Arabia dirigido por David Lean, “el truco es no darle importancia a que duela”. Siempre supe que no era uno de ellos, pero esas noches me lo dejaron bien claro. Me empezaba a preguntar con cada vez más ansia: ¿Cuando empezaría el bendito tratamiento? Y una vez iniciado, ¿cuánto tardaría en traer alivio a este calvario?
El tratamiento y los rayos tardarían un poco más, pero algo de alivio llegó después de un sinceramiento con mi oncólogo, que recetó Oxicodone y Clonazepam para mitigar el dolor y ayudarme a dormir. Y pese a que el segundo me causó algunos problemas por no haber entendido bien cuantos debía tomar y a que hora, el primero sí bajó los decibeles del dolor, lo que a su vez me permitió empezar a dormir algunas horas más.
Grande fue mi alivio cuando, finalmente, se terminaron los estudios y preparativos. Los “planetas se alinearon” y me dirigí a un centro médico a recibir la primera dosis de la tan mentada inmunoterapia. Una semana después, los tumores en mi cerebro fueron exterminados con los rayos gamma. Resultó haber once y no dos como detectaron al principio, y el procedimiento duró más de tres dolorosas horas. Exterminaron diez, uno quedó para más adelante… pero se había ganado una batalla. Dos semanas después de este show de rayos, recibí la segunda dosis de inmunoterapia. La contraofensiva había comenzado y el cansancio debilitante junto al constante dolor parecían tomar algo de sentido. “Fiat voluntas tua”.
Justo en este momento, hacia mediados de junio, mi hijo menor terminaba sus estudios universitarios. Hacía tiempo que yo había comprado pasaje para que Dolores fuera a Oregón a festejar el evento con él, participando de la típica ceremonia con las togas y gorras cuadradas. A diferencia del ya cancelado viaje a Londres, éste era un viaje que no estaba dispuesto a cancelar por una multitud de razones que no viene a caso listar acá. Así que Dolores partió a Oregón por cuatro días. Yo me sentía lo suficientemente bien (¿o era una ilusión mía?) para manejarme solo en casa con mi hijo discapacitado. Al fin y al cabo, eran sólo cuatro días, ¿no?
Cuan enorme sería mi sorpresa, cuando dos amigas, compañeras de trabajo (una de ella luchadora y sobreviviente de un cáncer también) se ofrecieron a venir a casa y ayudar en lo que hiciera falta durante el viaje de mi mujer. Y así lo hicieron. Se arremangaron, cocinaron, limpiaron la cocina, cuidaron a mi hijo, y me malcriaron como pudieron. Un gesto de verdadera amistad que me tocó el alma por lo generoso e inesperado. Me enseñó una lección inolvidable de lo que es la generosidad auténtica, que va más allá de las palabras y se anticipa a la necesidad del otro. Lo agradezco desde fondo de mi corazón ya que, mirando para atrás, no estoy seguro de que me hubiese ido tan bien si me hubiera quedado solo esos días.
Gracias a Dios, ninguno de los efectos colaterales de ambos tratamientos se manifestó, salvo una fuerte picazón en la espalda que el Dr. Mangla, generalísimo de la batalla, resolvió con una crema especial. Yo suponía que la inmunoterapia estaba haciendo su trabajo, y que mi sistema inmunológico ya estaba destruyendo las células cancerígenas. Pero el dolor, el cansancio, la dificultad en incorporarme o caminar no terminaban de dejarme. ¿Era este el cansancio que me habían anticipado como consecuencia “normal” del tratamiento?
El oncólogo me seguía de cerca. Encargó más tests, y un día me llamó con una mala noticia. Después de las dos sesiones ya completadas, estaba suspendiendo el tratamiento de inmunoterapia. Tal vez se retomara más adelante. Pero el cancer estaba más fuerte de lo que había anticipado. Aparentemente, después de tantos años bien atrincherado en mi organismo, no le tenía miedo a este tratamiento moderno, que parecía no hacerle mella. Y mientras el procedimiento “blitz” de rayos gama en mi cerebro parecía haber sido victorioso, el cancer en el resto del cuerpo no cedía. Los tumores crecían más rápido de lo que mi sistema inmunológico podía hacerse cargo.
Confieso que la noticia me desilusionó. Me había esperanzado con el tratamiento, que prometía una cura casi mágica, sin los sufrimientos adicionales de la popular “quimioterapia”. Pero ¿no era yo el especialista en estar preparado para la “hipótesis probable peor”? Había que “hacer tripas corazón” como dicen en criollo y prepararse para una guerra más larga. Aceptar este empate y prepararse para otra batalla.
Por delante vendrán nuevas drogas, alucinaciones, una visita a la Sala de Emergencias, una noche en lo que parecía un hotel de lujo y familiares que me visitaron para levantar el ánimo. Después de todo, veremos lo que parece una luz al final del túnel. Pero… ¿lo es? Mientras tanto, hoy, en mi cuerpo y alma, “la lucha continúa”.
“Fiat voluntas tua”.
III
Por unos días pareció que habíamos vuelto a “foja cero”. El tratamiento de inmunoterapia estaba en pausa, los dolores continuaban y, probablemente, el cáncer gozaba de carta banca para seguir haciendo estragos. Decidí entonces pedirle al oncólogo que haga lo que pueda para controlar el dolor. Probablemente frustrado de que los calmantes no fueran suficiente, me dijo que iba internarme en el Hospital para que él y su equipo pudieran hacer tests y revisarme, resolviendo el tema del dolor de una vez por todas. Pero… no había lugar en el Hospital todavía. Iba a tener que esperar probablemente unos días hasta que haya una cama disponible.
Paralelo a este futuro esfuerzo, el oncólogo estaba cambiando de estrategia para darle lucha al cáncer. En lugar de confiar en que mi sistema inmunológico sería despertado por la inmunoterapia (esto ya había aparentemente fracasado en las semanas previas), me recetaría dos poderosas drogas para que sean estas las que atacaran los tumores directamente. Y así llegaron a casa lo que llamo los hermanos Tovi. BrafTovi y MekTovi serían a partir de ahora los que me ayudarían en esta lucha.
Las drogas llegaron por correo. Estaban recetadas un total de doce pastillas (seis de cada una de los Tovi), en dos horarios: a las 8:00 AM y a las 8:00 PM. Al poco tiempo de llegadas las pastillas me llama por teléfono el farmacéutico, para hablarme de posibles efectos colaterales. Aparentemente era imperioso que me contactara con mi enfermera si detectaba cualquiera de ellos. Por las dudas. La verdad que yo estaba sintiéndome mal y no presté mucha atención a la lista de síntomas a los que tenía que estar alerta. Gracias a Dios Dolores estaba una vez más a mi lado tomando nota.
A la noche sumé las nuevas pastillas a mi cocktail existente, y me fui a dormir, o, mejor dicho, apagué la luz para pasar otra mala noche. Y así fue. Tempranito, tratando de que no crujiera la escalera y despertar a mi mujer, bajé al living de casa, a buscar en el sillón una posición más cómoda. Era parte de mi rutina diaria. El sol había salido hacía una hora más o menos, y recostado en el sillón miro por el ventanal que daba a la calle y desde el que se veían las dos casas de enfrente. Grande sería mi asombro cuando las veo verdes. Un verde pistacho. Fuerte. Cierro los ojos pensando que estaba alucinando. Los abro una vez más, y ahí estaban. Las dos casas de enfrente eran verdes en vez de blancas. Miro las paredes de mi casas que son blancas… y seguían blancas. Insólito. Claramente uno de los efectos secundarios de la nueva droga. Algo bastante inocuo, y ciertamente inofensivo. A diferencia de los otros efectos del maldito cancer, esta visión verde no me causaba dolor alguno. Pero no dejó de llamarme poderosamente la atención.
Era un sábado a la mañana, y Dolores se había ido a su grupo de oración semanal, donde se junta con mujeres amigas a leer el Evangelio del domingo siguiente, y rezar frente al Santísimo expuesto en una pequeña capilla de nuestra parroquia. Mi hijo Alfonso dormía tranquilo, y me hermana, recién llegada para ayudarnos, preparaba sus habituales riquísimos desayunos. Desde el sillón entonces llamé a la enfermera y, tal como supuse, me indicó que me dirija inmediatamente al pabellón de emergencias. Le insistí en que la prioridad debería ser darle en la tecla a la minimización de los dolores… pero no me cabe duda que las casas verdes fueron lo que inclinaron la balanza y le dieron inmediatez a mi situación.
Como todas las salas de emergencia de una gran ciudad, la de University Hospital ponía en escena lo peorcito de Cleveland. Un par de negras en pajamas esperaban ser atendidas, y desde adentro se oían gritos de otro “afro-americano” que estaba esposado a una camilla y vigilado de cerca por dos o tres policías. Me guiaron a un cubículo rodeado de cortinas con la maquinaria de rigor, y una vez despojado de mi ropa habitual para vestir el infame camisolín, quedé entregado y a la espera de cuales serían los próximos pasos. Con Dolores y un matrimonio amigo que decidieron acompañarnos ese sábado a la mañana (Estela se había quedado con Alfonso en casa), charlamos un rato hasta que llegó la enfermera acompañada de un médico chino. Le explico una vez más que me traía al hospital, y ella me pregunta si el chino, recién recibido y que estaba haciendo su práctica, podía ponerme la intravenosa en el brazo. Decidí sacrificarme, y prestar mi brazo a este principiante, quien procedió a pincharme sin ninguna delicadeza, causándome bastante molestia. ¡No me sorprendería que yo haya sido su primer paciente! Pero en fin… todo sea para que aprendan los médicos que tanta falta nos hacen…
Al menos el equipo de medicos se enfocó en los dos problemas que me traían al Hospital esa mañana. Por un lado, me inyectaron calmantes de forma intravenosa, y eso les permitió determinar que duplicando la dosis de Oxicoden que ya estaba tomando, podría controlar el dolor de forma más efectiva. Por otro lado, un oftalmólogo de origen japonés me revisó los ojos y, tal como suponía, declaró que no había nada mal con mi visión, y que no tenía ni idea que había causado el color verde de las casas de enfrente. Harto ya de perder el tiempo, di por terminada mi visita a la sala de emergencias y volvimos a casa.
No había pasado mucho tiempo, cuando suena el teléfono, y otra enfermera me dice que finalmente tenían un cuarto para mi en el Hospital… y que me esperaban esa misma tarde. ¿Cómo? Naturalmente la que llamó no tenía ni idea de mi visita al Hospital esa misma mañana, pero insistió que, si no usaba la cama disponible esa misma noche, la perdería. Y como el oncólogo no daba señales de vida, decidí que lo más prudente era apersonarme y pasar una noche en el Hospital, en caso que hubiese más tests que completar. Me acompañó Estela, y nos dieron una verdadera suite de lujo, más parecida a la de un hotel. Y así pasé una noche en la clínica especializada en cáncer del University Hospital, donde no hicieron mucho más que tomarme la presión y mandarme a casa a la mañana siguiente. Increíble.
Lo que terminó de ganar la batalla contra el dolor fue la introducción de un nuevo equipo, especializado en “Gestión del Dolor”, liderado por la Dra. Barker. No sólo duplicó la dosis del Oxicoden que ya estaba tomando, pero me recomendó una droga adicional que efectivamente terminó con todos los dolores que sentía hasta hace ese momento. Esto fue un gran alivio físico que me permitió hacer y pensar otras cosas.
Pero también tuve un gran alivio mental, cuando recibí por esos días dos visitas extraordinarias. Mi hermana Estela y mamá vinieron a pasar unos días con nosotros. La primera vino desde Cape Cod y la segunda desde Buenos Aires. Con sus 82 años y achaques varios, mamá se subió a un avión de United y gracias al servicio de silla de ruedas de los aeropuertos, llegó a casa sin contratiempos. Hacía un par de años que no la veía, y más de 15 años que no venía de visita a Estados Unidos. Tenerla en casa fue un placer, y sé que ella también lo pasó muy bien ya que no sólo estaba contenta de verme, sino que también estaban sus tres nietos y el novio de mi hija. No pudieron faltar un campeonato de canasta y otros juegos. Fueron días de alegría, alegría que me obligaba a mirar más allá de mis circunstancias actuales y apreciar el valor de los lazos familiares, fuertes en la adversidad y formativos para todos, sobretodo mis hijos, que pudieron vivir en primera persona lo que es la familia y el valor del sacrificio, de darse unos a otros con generosidad cuando se hace falta.
En cuanto a Estela mi hermana, las semanas que pasó con nosotros fueron también extraordinarias. No sólo la acompañó a mamá en todo (incluyendo múltiples salidas de compras a los “thrift stores” que tanto les gusta), sino que me malcrió todo lo que pudo. Desde cocinar los buñuelos en almíbar que comíamos cuando éramos chicos, hasta pasar horas arrodillada en el patio sacando los yuyos que por mi estado yo no pude sacar, Estela fue un ángel que ayudó en todo, con quien conversamos de todo, y reforzamos una vez más los lazos que desde siempre nos han unido. Como si ocuparse de su hermano enfermo no fuese suficiente, mi hermana encontró el tiempo para tejerle un sweater con un diseño híper-complejo a su sobrino Nicolás. En fin… fueron días inolvidables.
Sea por la visita de mamá y Estela, sea por la nueva dosis de Oxicoden, sea porque los hermanos Tovi empezaban a ganarle la pulsada al cáncer, el hecho es que esos fueron días que me permitieron salir de la inmediatez del sufrimiento cotidiano, y pensar en que podía haber una vida después del cáncer. Hasta entonces, el dolor no me permitía pensar en otra cosa que el dolor mismo, y de forma casi inevitable, conjuraba pensamientos terminales. No parecía perfilarse otro desenlace sino la muerte misma y el más allá. Pero ahora tenía energía para ir a misa el domingo, salir a dar una vuelta en auto, pensar en retomar el trabajo. ¿Será que mi mujer y mis amigos tenían razón y esta era una batalla que se podía ganar?
Conversaba con una amiga chilena, que con todo cariño objetaba lo que ella percibía como una actitud pasiva de mi parte frente a la enfermedad. Ella (como otros amigos) me decía que lo suyo no era el “fiat voluntas tua”. Ella prefería luchar con Dios para conseguir lo que quería. Mi primera reacción fue de incredulidad. ¿Quién se cree que es? ¿Hacer una pulseada con Dios para imponer nuestra voluntad? Pero pensando un poco más me acordé de la historia de Jacob, que lucha toda una noche contra un ángel (algunos dicen que contra Dios mismo), y consigue lo que quiere y se gana el título de “fuerte contra Dios”. ¿Será que mis amigos que desde el día uno se propusieron “tomar el cielo por asalto” tienen una fé más fuerte que la mía? ¿Cómo se distingue la resignación y entrega a la voluntad de Dios de la pereza o la falta de fé? Al final de cuentas pareciera que las preguntas a responder son: ¿Me animo a ser optimista y a pedirle a Dios por un resultado que tal vez no quiera darme? ¿Podría vivir (o más exactamente morir) con la desilusión de no haber obtenido lo que en un arrojo de optimismo le pido a Dios? No pretendo haber conseguido respuestas a estas preguntas. Pero son preguntas que han surgido últimamente y a las que he dedicado algo de tiempo.
Más allá de estas disquisiciones religioso-filosóficas, la lucha contra el cáncer y sus efectos continuaba. Los hermanos BrafTovi y MekTovi parecían estar haciendo su trabajo ya que los dolores disminuían y, según en oncólogo, las dosis de calmantes que tomaba no eran suficientes para mitigar el dolor de un cáncer galopante. Galopante o no, el hecho es que el cáncer, activo en mi organismo durante muchos años, había dañado los huesos que, según la descripción de una enfermera, se podían comparar con un queso suizo… ¡llenos de agujeros! Me pusieron entonces en un régimen de inyecciones y calcio para reforzar los huesos y que no se rompan. Otro frente a monitorear.
La “onda positiva” que empezó trayendo el dolor bajo control, siguió con el actuar de los hermanos Tovi e incluyó la visita de mamá y mi hermana, tuvo su broche de oro cuando me hicieron un MRI para ver en que estaban los 10 tumores que habían sido atacados por la “radiocirugía estereotáctica bisturí de rayos gamma” (¿se acuerdan de eso?). Fue enorme mi alegría y la de todos los que me acompañan en esta lucha, cuando me informan que el MRI reveló que los 10 tumores estaban en proceso de desaparición, y que no se habían encontrado tumores adicionales. ¡Deo gracias! Ya tengo otro MRI programado para fines de octubre, que debería confirmar este diagnóstico y, si Dios quiere, cerrar el tema de los tumores en el cerebro.
Pero antes de ese día, yo recibiría más visitas en casa, habrá fiebres, dolores de cabeza, más remedios, luchas con el seguro médico, mi vuelta al trabajo y el tan esperado PET scan que revelará si los tumores en el hígado, los pulmones y los huesos han disminuido… o no. Este estudio, más que cualquier otro, podrá a prueba cuan en serio me tomo el moto que he adoptado para acompañarme en esta enfermedad: “fiat voluntas tua”. Y llegado el momento: ¿me animaré a pedirle a Dios lo que yo quiero, aún arriesgando que no sea lo que Él quiere para mí? El tiempo dirá.
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UN BESO PARA VOS Y Dolores