White Christmas

Mt. Kisco, Nueva York, diciembre 1978

La primera vez que me subí a un avión de pasajeros – y lo recuerde – fue en Ezeiza, el 23 de Diciembre de 1978. Hacía más de cuatro meses que mis padres y hermanos se habían ido a vivir al Estate de la TFP Americana en el Condado de Westchester, y para decir la verdad – que nunca iba a reconocer a mis inmaduros 15 años – los extrañaba un montón. Por eso empecé a escribirles cartas y a negociar con Tío Cosmín un viaje a Nueva York. Me acuerdo que él, en su afán de que no abandonase mis estudios secundarios, trató de motivarme hablando del viaje como un premio si pasaba mis “exámenes libres” a fin de año, pero yo me di cuenta que iba a terminar yendo a Estados Unidos de todas maneras, y el viaje no sirvió para motivarme, al menos en esa dirección.

Así que ahí estaba, sentado en un Boeing 747 de PanAm esperando la hora que se cerrase la puerta y levantáramos vuelo. Me vino a la memoria que años antes, para bochorno de papá que había sido piloto en su juventud (en la Fuerza Aérea como conscripto y después fumigando y haciendo de aerotaxi) me había dado una pataleta del puro terror que me dio volar en una avioneta piloteada por Martín Alfonso Xavier da Silveira y Dom Bertrand de Orleáns y Braganza (ambos de la TFP brasileña). Yo lloraba en el asiento trasero de un Cessna bimotor pidiendo que volviéramos a Don Torcuato. Supongo que a papá le habrá dado vergüenza ajena que su hijo se comportase de esa manera. ¡Sorry!

Pero bueno, ahí estaba yo, sentado al lado de una ventana del inmenso jumbo, bastante nervioso y pesando una gran decisión que iba a tener que tomar en los próximos minutos: “¿Miro o no miro por la ventana?”. Esa era la pregunta. Porque por un lado me aterraba la sensación de estar en el aire, pero por otro me daba una curiosidad bárbara como se verían las cosas desde arriba, particularmente de noche. Me acuerdo que al final pensé para mis adentros, “mire o no mire, el avión volará o se caerá, haga lo que haga yo” y llegando a esa profunda conclusión, me instalé cómodo junto a la ventanita y me puse a mirar lo que estaba pasando.

Al poco tiempo estaba mirando las luces de Buenos Aires por primera vez, e inmediatamente constaté algo que nunca dejó de sorprenderme: desde arriba, las luces se ven mucho más “amarillas” que desde abajo. Claro que a los pocos minutos ya no había nada que mirar, y me concentré en la comida. Todavía era la época en que las líneas aéreas pretendían aparentar cierto lujo. Los cubiertos eran de metal, las copas de vidrio y los platos de verdad, no como ahora que, sea por razones de seguridad o de costos, todo parece servido en un McDonalds. ¡Me acuerdo que hasta las servilletas eran de género y no de papel! Y eso que PanAm estaba al borde de la quiebra y no ofrecía tan buen servicio como Varig o KLM.

El vuelo transcurrió sin incidentes, y vista de Jack Nicholson de por medio, terminamos aterrizando en el JFK International Airport a eso de las 7 de la mañana del 24 de Diciembre. Portador de un pasaporte norteamericano, me dirigí a los puestos de control apropiados, y no me olvido de la cara de la negra de inmigraciones que me hizo unas preguntas que no pude contestar porque no le entendí nada: ¡todavía no hablaba ni una palabra de inglés! Me miró con cara de pocos amigos, me puso el sellito, y salí al hall. Ahí estaban papá y mamá esperando y me subí al auto enorme que tenían y nos fuimos al Estate.

Vivían en esa época en la “Orbinson House”, una de las muchas casas dentro de la propiedad. La casa era la típica casa americana, blanca de techo negro, muy grande y muy cómoda. Si pensamos que la última vivienda que tuvieron mis padres en Argentina era un departamentito minúsculo en la calle Cuba en Belgrano, el cambio era notorio. Me acuerdo que me impresionó lo llena que estaba la heladera, una de esas heladeras enormes como se usan en Estados Unidos. Por primera vez conocí el concentrado de jugo de naranja congelado, crema “chantilly” en aerosol, manteca salada, la leche vendida por galón y tantas otras muestras de que en Estados Unidos no se comerá muy bien en cuanto a calidad, pero nadie puede discutir que la cantidad es impresionante...

El día estaba bastante frío, sobretodo para mí que venía del típico verano húmedo porteño, y nos pasamos horas conversando, poniéndonos al día y haciendo planes para mi estadía en Estados Unidos que iba a durar un par de meses. Pero como esa noche iba a haber una gran comida en la “Main House”, y yo estaba cansado del viaje, me fui a dormir un rato a lo que sería mi cuarto, que quedaba en el primer piso, en esquina mirando el jardín.

No sé cuanto tiempo dormí, pero me acuerdo que cuando me desperté ya era noche cerrada. En el exterior de la casa, justo arriba de las ventanas en esquina de mi cuarto, había uno de esos reflectores para iluminar el jardín, y me acuerdo que abrí los ojos y por la venta vi que caían copos de nieve en cantidad, iluminados y brillantes por el reflector, contrastando contra el negro de la noche. Salté de la cama excitadísimo, ya que nunca había visto nieve antes, y vi que todo el jardín – es más, cada ramita de cada árbol y arbusto – estaba cubierto de nieve.

Me vestí lo más rápido que pude, con ropa no muy apta para las circunstancias ya que el viaje a comprar ropa sería unos días después, y salí a la galería de la casa primero y después a pisar la nieve y sentir cómo era una nevada. Me impactó (y me sigue encantando tantos años después) el silencio que la nieve produce al amortiguar todos los ruidos. ¡Y la luz! La nieve produce en la noche una luminosidad especial, al reflejar las estrellas, y ni que hablar la luna llena. La verdad que la novedad no podía ser mayor para mí, y lo consideré un gran regalo de Navidad del cielo.

Salimos hacia la “Main House”, y una vez más me impactó la comida. Yo venía del Eremo de Pilar donde al desayuno se racionaba la manteca, sirviéndose cada uno una pequeña rebanada que había que desparramar por el pan con mucho cuidado para que durase más. Y donde la cocina y heladera estaban cerradas con llave para evitar que alguno comiese fuera de hora, Así que cuando empezaron a salir de la cocina grandes fuentes llenas de carne, choclo, puré, y no se cuantas cosas más, en cantidades aparentemente infinitas, ¡yo no lo podía creer!

La comida a la luz de vela, no sólo fue muy rica sino también muy agradable, o “bendecida” como le decíamos entonces. Gracias a Dios había muchos que hablabas castellano o portugués, ya que, como dije antes, yo todavía no hablaba palabra de inglés.

En eso se corta la luz. Papá como encargado del mantenimiento de la propiedad y algunos otros se levantaron y decidieron ir a explorar la posible causa del corte. El clima era de expectativa, ya que la TFP estaba en franco conflicto con los vecinos que se oponían a la presencia del grupo en el barrio, y durante meses trataron de bloquear la autorización municipal (que finalmente fue otorgada) para convertir la residencia particular en sede de grupo “non-profit”. Y nosotros, con nuestra mentalidad siempre tan lista para ver enemigos y conspiraciones por todas partes, no descartábamos que el corte de luz hubiese sido un acto de sabotaje de algún comunista (¿o judío tal vez?) atrincherado en el vecindario.

Obviamente que me plegué al grupo de reconocimiento, y nos subimos a una “van” blanca que teníamos para recorrer las calles internas de la propiedad. Nuestro miedo era que los supuestos saboteadores podrían haber metido en la propiedad algún objeto comprometedor que iba a ser encontrado después por las autoridades y usado en nuestra contra. Así pensábamos, y nunca podía ser uno demasiado cuidadoso, al estar rodeado de tantos enemigos.

El Estate tenía caminos (todos asfaltados y ahora bajo la nieve) que conectaban las distintas casas, garajes, invernaderos, cancha de tenis cubierta, tambos, cancha de squash y otros edificios que el millonario Tucker construyó durante los famosos “roaring 20´s”. Por esas calles manejábamos despacio, con las luces apagadas, en nuestra patrulla nocturna. Gracias a Dios no nos encontramos con ningún grupo comando enemigo, y no vimos nada que indicase que alguien había dejado atrás objetos incriminatorios. Sí sorprendimos a un magnífico ciervo, con grandes astas, parado en medio de la calle que miró tranquilo al “van” durante un rato antes de meterse devuelta en el bosque de robles. Al día siguiente nos enteramos que la tormenta de nieve había causado varios cortes de luz. Lo que no era razón para bajar la guardia, ¡naturalmente! Tal vez la próxima vez...

A primeras horas de la madrugada terminó entonces mi primera “White Christmas”. En 24 horas había pasado de mi realidad diaria Argentina, a un mundo distinto. Y aunque la TFP me daba un común denominador, las diferencias seguían siendo enormes. Y yo, que hasta aquel momento consideraba que Argentina era lo mejor del mundo, empecé a plantearme que tal vez no era tan así. Que había otros países que con sus defectos y problemas, también nos superaban en algunas áreas. Esa noche pude comprobar que al menos en cantidad de comida, ¡Estados Unidos nos ganaba por mucho!

Alfonso

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