Chiquilinadas peligrosas

Tal vez más de un lector de estos recuerdos cree que ciertos relatos son fruto de mi imaginación. Por increible que algunos recuerdos parezcan, no son tentativas mías de incursionar en el campo de la ficción. Les prometo que les avisaré cuando así lo haga! La realidad es que a mi mismo me cuesta creer algunas de las cosas que viví desde chico en la TFP Argentina. Pero en fin, es la realidad que me tocó vivir y ciertamente me dá a esta altura relatos amenos para contar. Disfruten del que sigue…

El año era 1978 y el lugar de nuestras hazañas el sur de la Provincia de Buenos Aires. Más precisamente Carmen de Patagones y Viedma, del otro lado del rio. Era la misma caravana que bajo el liderazgo de nuestro “quidam” José Antonio Tost Torres se dirigía presumiblemente a Ushuaia, la ciudad más austral del mundo, pero que de hecho no llegaría más lejos que Bariloche, como ya conté en otro relato.

Era plena época del gobierno militar, que hacia dos años controlaba el país, y la verdad que no se podía hacer mucho sin el permiso de los gobernantes de turno. Si mal no recuerdo, los límites de la autoridad estaban marcados por las regiones propias de cada “Cuerpo de Ejército”. Buenos Aires creo que era el I, me parece que Córdoba el III y, si no me equivoco, la Patagonia seria otro, ya que ahí estábamos en Carmen de Patagones, esperando que José Antonio y Fernando Gioia que manejaban las relaciones con los militares, obtuvieran permisos y apoyo logístico para seguir nuestro viaje. No olvidemos tampoco que se vivía un clima de tensión con Chile por algunas rocas congeladas en el Canal de Beagle, y a más de un nacionalista se le llenaba la boca con una posible guerra con el país vecino.

Ahí estábamos nosotros, esperando entrar a esta zona quasi-bélica, para vender una revista sobre “La Libertad de la Iglesia en el Estado Comunista”, escrito por Plinio Correa de Oliveira, que analizaba la temática de las relaciones entra la Iglesia y los estados comunistas del Este europeo.

El hecho es que los permisos o trámites necesarios no salieron tan rápido como nos hubiera gustado, y llegó el fin de semana en Carmen de Patagones no todavía no podíamos reanudar nuestro viaje al sur. Asi que se nos ocurrió hacer un paseo el domingo, para explorar y descansar un poco.

Cruzamos a la provincia de Rio Negro, y seguimos una ondulante ruta paralela a la costa, admirando los acantilados y el gris Atlántico que se desplegaba a nuestra izquierda, mientras enfilábamos en dirección sur. En eso, a unos cuantos kilómetros al sur de Viedma, vemos un pequeño cartel que con una flecha apuntaba al océano indicaba “Lobos Marinos”. Creo que ninguno de nosotros había visto en su vida un lobo marino de verdad, por lo que dejamos la ruta y estacionamos “El Beduino” (así le decíamos con cariño a la F350 carrozada que usábamos para viajes de este tipo) en una explanada rodeada de postecitos de madera que la delimitaban. Descendiendo de la camioneta, nos dirigimos al borde de este gran playón de estacionamiento, para darnos cuenta que nos enontrámanos en la cima de una altísimo acantilado. Y ahí abajo, muy lejos y muy chiquitos, se veían los lobos marinos que en gran manada tomaban sol sobre unas grandes rocas chatas que separaban la base del acantilado de las olas que rompían contra la costa.

Si de lo que teníamos ganas era ver un lobo marino de cerca, nos llevamos la desilusión del siglo. Esto fue expresado rápidamente por varios, y decidimos que tenía que haber una forma de bajar a la costa para apreciar a estos animales más de cerca. Así que nos subimos todos a la camioneta nuevamente y volvimos rumbo al norte, buscando algún lugar donde la costa y la ruta estuvieran a la misma altura.

José Antonio Tost manejaba, como siempre y sin carnet, y entre los otros que recuerdo presentes ese día estaban Alberto Aprea, Andreas Merán y mis primos Cosme y Mario Beccar Varela. Eramos más pero ya me olvido quienes. Finalmente, encontramos un punto en que tendríamos fácil acceso a la playa. Dejamos la camioneta estacionada, y decidimos que, ya que estábamos, ibamos a traer nuestro estandarte a ver si se presentabla la oportunidad de sacar algunas fotos. Siempre era bueno sacar fotos de la presencia de la TFP en lugares insólitos, que se podían usar después en audiovisuales y otras formas de propaganda.

Equipados entonces con el largo caño de aluminio del estandarte (que se seccionaba en tres partes y levantado tenía una altura de unos 8 o 10 metros), el estandarte mismo enrollado y máquinas de fotos, empezamos a caminar sobre la playa hacia la base del acantilado donde habíamos visto los lobos marinos. Era una playa bastante ancha, cada tanto interrumpida por formaciones rocosas chatas y casi negras, mojadas por la espuma del mar y bastante patinosas. Pero nuestra marcha no se detenía.

Eventualmente avistamos la manada de lobos marinos en la distancia y paramos un momento para evaluar nuestro plan de acción. Si mal no recuerdo fue Alberto Aprea que sugirió que tal vez sería interesante capturar uno de los lobos marinos. No me acuerdo la lógica, pero estoy seguro que había una razón importante atrás de la idea! Observando los lobos marinos a la distancia, nos dimos cuenta también que, pese a que parecían bastante torpes en tierra, una vez en el agua se movían con una velocidad impresionante. Ciertamente no podíamos permitir que la manada se acercase al agua si es que ibamos a tener alguna chance de capturar a alguno. Y así, espontaneamente, fue surgiendo un plan de acción.

Usando la soga que sujetaba los tres segmentos del caño del estandarte, Alberto Aprea preparó un lazo. Eramos nueve y nos dividimos en dos columnas de cuatro, con el portaestandarte en el medio. Avanzamos con cautela hasta donde pudimos, pero notamos que algunos lobos empezaron a percatarse de nuestra presencia, y con sus graznidos característicos empezaban a dirigirse al mar. No habia tiempo que perder! Bajo las ordenes de José Antonio, levantamos de un saque nuestro estandarte colorado con el león rampante, y abriéndonos en dos alas para rodear la mayor cantidad de lobos marinos posible, empezamos a correr hacia ellos, si mal no recuerdo gritanto algún “slogan” o frase apropiada para la situación. Tal vez a mi lector no se le ocurra ninguna… Teníamos varias.

En pocos segundos la colonia de lobos marinos, se puso a gritar y a buscar desesperadamente la seguridad del mar. No se cuantos eran, cientos, tal vez miles de cuerpos marrones, torpes entre las rocas, gritaban y chapoteaban lo mejor que podían hacia la segurdad de las olas. Era impresionante ver a tantos animales moverse al unísono y con tanto miedo de tan pocos de nosotros. Seguimos corriendo y convergimos sobre un gran macho, de filosos dientes y unos bigotazos y barba gris. Diestramente, Alberto Aprea le tiró el lazo, y no tardamos mucho en encontrarnos solos, los nueve con nuestro estandarte al viento y el lobo marino atrapado que seguia gritando.

Creo que el plan original no contemplaba que ibamos a hacer con un lobo marino enlazado y ahi nos quedamos, saboreando nuestra victoria pero indecisos sobre el próximo paso. En eso, el impasse fue roto por una voz metalizada que desde un megáfono eléctrico nos ordenaba liberar a nuestro prisionero. “Suelten a ese animal!” “Estos animales están protegidos!” “Están rompiendo la ley!” Miramos atónitos hacia arriba, de donde venía la voz, allá arriba y muy lejos, la silueta de un hombre barbudo que nos intimaba a soltar el lobo marino bajo amenanza de penas legales. Increible! Las cosas que uno se entera!

Al rato otra silueta se sumó a la primera, y veíamos que portaban sendos walkie-talkies, con los que seguramente se comunicaban con alguna autoridad. José Antonio miró nerviosamente a su alrededor, y decidió que lo mejor era dejar el lugar de los hechos lo más rápidamente posible. “Suelten a ese animal!” seguía gritando la voz del megáfono, no aportando nada a la tranquilidad de la escena. El lobo marino, por supuesto, tampoco aportaba tranquilidad, tirando de la soga y gruñendo, mientras mordisqueaba a su alrededor tratando vanamente de liberarse.

El resultado práctico de la exitación del pobre animal, era que con sus esfuerzos ajustaba cada vez más el nudo del lazo, y con sus mordiscos prevenía que una mano se acercara a librarlo. Presionados por la voz del megáfono e imposibilitados de aflojar el nudo con los tirones del lobo, decidimos cortar por lo sano, literalmente, y cortamos la soga, dejando al lobo libre para zambullirse a las olas con sus semejantes, cuyas cabecitas subían y bajan rítmicamente en el mar. Vaya uno a saber por cuanto tiempo el lobo marino llevó un collar de recuerdo de su desagradable encuentro con nosotros!

Libres ya del lobo marino, y deseando dejar atras las siluetas de los que asumíamos eran guardaparques, enrollamos nuestro estandarte y nos dirigimos rápidamente por donde habíamos venido hacia la camioneta. Una vez en “El Beduino”, mientras el sol se ponía sobre la Patagonia al oeste, emprendimos el regreso hacia Carmen de Patagones, un par de horas al norte.

En eso vemos a la distancia las luces traseras de un auto que nos precedía en la ruta. “Seguro que son esos tipos que se están apurando para denunciarnos a la policía!” dijo uno. José Antonio al volante no necesitó mucho aliciente para apagar nuestras luces y apretar el acelerador. La F350 carrozada por Francital estaba equipada con un poderoso V8, y alcanzamos los 160 kph muy rápido. “Con las luces apagadas no nos ven!” dijo José Antonio, mientras apuntaba nuestro bólido al centro de la ruta y negociaba en la creciente obscuridad las curvas y lomas del camino, que muchas veces nos llevaba cerca de enormes acantilados. Si mal no recuerdo aprovechamos el momento para rezar o un rosario o un exorcismo, que era comun en nuestros viajes.

Las luces traseras del auto que iba adelante se acercaban visiblemente, claramente ignorando la banda de locos que se les acercaba en la oscuridad. El hecho que no nos hayamos matado manejando a esa velocidad en un camino sinuoso al borde del mar es un testamento a las habilidades de José Antonio al volante. Nunca me voy a olvidar que cuando estuvimos bastante cerca del paragolpe trasero de lo que resultó ser un Dodge 1500, José Antonio prendió las luces altas y empezó a pasar a los atónitos guardaparques por la izquierda, mientras el que iba adelante bajaba la ventana delantera derecha del “Beduino” y José Antonio (que era bastante bajito) seguia acelerando, mientras que se inclinaba sobre el asiento para acercarse a la ventana abierta, y les decía a los gritos para que lo oigan sobre el ruido del viento: “Estamos con una goma baja y no tenemos criquet! Pueden seguirnos atrás en caso que se nos pinche una goma?”

Si el conductor del Dodge pensó en lo disparatado de la frase o de la escena, fue suficientemente prudente para dejarnos pasar. En la oscuridad de la noche, y a la luz del instrumental que irradiaba una luz medio celeste en la fila de adelante, José Antonio y el resto nos felicitábamos mutuamente de lo brillante de nuestro plan, que nos había puesto adelante de nuestros presuntos delatores. Más de uno habrá empezado a respirar más tranquilo ya que la menos las luces estaban prendidas y las posibilidades de caer por un acantilado a 160 kph ya parecían más remotas!

Nuestra tranquilidad, sin embargo, duró poco. En un punto de la ruta, ya más lejos del mar, vemos adelante que nos prenden y apagan luces. Disminuimos (levemente) la velocidad para ver una camioneta blanca con dos policias con ametralladoras apuntando hacia nosotros que nos hacen señales de parar. Del Dodge que nos seguía surgen los guardaparques y sus radios… que todos olvidamos les daban la posibilidad de comunicarse con la policía desde cualquier lugar.

Un policía y su ametralladora se sube a nuestra camioneta, y así vamos todos en caravana a la comisaría del pueblito más cercano, cuyo nombre ya no recuerdo. Estacionados frente a la misma, y bajo la luz de uno de esos faroles de pueblos contra los cuales mueren cientos de insectos, esperamos los más jóvenes mientras les tomaban declaración a los mayores sobre los acontecimientos del día.

Derrotados por los guardaparques, pero despotricando hasta el final contra el disparate que significaba proteger animales mientra habia tantas batallas más importantes que combatir (como la nuestra!), emprendimos tarde en la noche el viaje a Carmen de Patagones, donde conoceríamos al Marqués, y más tarde a Bariloche donde en el cuarto de un hotel maldijimos al Obispo de Viedma.

Me enteré que algunos meses después llegó a Don Pelayo, la casa principal de la TFP en la Avenida Figueroa Alcorta, una multa por los eventos de ese día. No tengo idea si se llegó a pagar. Yo tenía catorce años.

Alfonso

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Tradición Familia Propiedad

¡Praesto Sum! (I)

Plinio Correa de Oliveira